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The city in history: its orgins, its transformation and its prospects – Lewis Munford (versión original en inglés)

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Estado: nuevo (tapa dura/encuadernado).

Editorial: MJF Books.

Precio: $140.

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Contacto: juanpablolief@hotmail.com



Las transformaciones del hombre – Lewis Mumford

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Estado: usado.

Precio: $45.

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La condición del hombre – Lewis Mumford

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Estado: usado (tapa dura, encuadernado, con láminas).

Editorial: Ocesa, 1948.

Precio: $40.

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La carretera y la ciudad – Lewis Mumford

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Estado: nuevo.

Editorial: EMECÉ.

Precio: $40.

 

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Herman Melville – Lewis Mumford (versión original en inglés)

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VENDIDO

Estado: impecable (tapa dura, encuadernado, relindo).

Primera edición 1929.

Editorial: The Literary Guild of America, New York, 1929

Precio: $000.

 

 

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El mito de la máquina. Técnica y evolución humana – Lewis Mumford

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Estado: nuevo.

Editorial: Pepitas de calabaza.

Precio: $000.

 

ENTREGA A DOMICILIO (OPCIONAL – CAP. FED.) $40.

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El pentágono del poder. El mito de la máquina (dos) – Lewis Mumford

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Estado: nuevo.

Editorial: Pepitas de calabaza.

Precio: $570.

En El pentágono del poder, segundo y último volumen de El mito de la máquina, concluye el balance radical que Lewis Mumford hace de rancias y trasnochadas concepciones acerca del progreso humano y tecnológico. Mumford ofrece una explicación histórica completa de las irracionalidades y las devastaciones que han socavado las grandes conquistas de todas las civilizaciones. Y demuestra cómo los imperativos cuantitativos de la técnica moderna —velocidad, producción en masa, automación, comunicación instantánea y control remoto— han acarreado inevitablemente la contaminación, los deshechos, las perturbaciones ecológicas y el exterminio de seres humanos en una escala inconcebible con anterioridad.
Lejos de ser un ataque contra la ciencia y la técnica, El pentágono del poder pretende establecer un orden social más orgánico, basado en los inmensos recursos tecnológicos del organismo humano. Semejante orden, según demuestra Mumford, es fundamental para que la humanidad pueda superar las fantasías y agresiones deshumanizadas que amenazan con destruir nuestra civilización por entero.
Lewis Mumford (1895-1990), cuya obra escrita abarca más de seis décadas, ha hecho contribuciones muy importantes a la literatura del saber histórico, filosófico y artístico, así como a la crítica de la arquitectura. Pero como quizá sea más conocido este humanista estadounidense es por sus trabajos sobre urbanismo y por su evaluación de la tecnología.
Mumford fue miembro fundador de la Regional Planning Association of America, y durante treinta y dos años escribió una columna sobre arquitectura titulada «Sky Line» para el New Yorker. Formó parte de las facultades de varias instituciones: de la Universidad de Stanford, la Universidad de Pensilvania, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) o del New York City Board of Higher Education entre otras. Fue galardonado con multitud de distinciones, las más destacadas de las cuales han sido la Medalla Presidencial de Libertad, la Medalla Nacional de Literatura y, en 1986, la Medalla Nacional de Arte.

 

ENTREGA A DOMICILIO (OPCIONAL – CAP. FED.) $50.

Contacto: juanpablolief@hotmail.com


El mito de la máquina (2 tomos) – Lewis Mumford

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Estado: nuevo.

Editorial: Pepitas de Calabaza.

Tomo 1: El mito de la máquina. Técnica y evolución humana.

Tomo 2: El pentágono del poder.

Precio: $1150.

En Técnica y evolución humana, primero de la serie de dos volúmenes titulada El mito de la máquina, Lewis Mumford da cuenta de las fuerzas que han venido dando forma a la tecnología desde la prehistoria y que han desempeñado un papel cada vez más destacado en la conformación de la humanidad contemporánea.
Mumford se remonta a los orígenes de la cultura, pero en lugar de aceptar el punto de vista según el cual el progreso del hombre se debió a su dominio de las herramientas y la conquista de la naturaleza, demuestra que las herramientas no se desarrollaron, ni podrían haberse desarrollado en ninguna medida relevante, sin el concurso de una serie de significativas invenciones como los rituales, el lenguaje y la organización social. Esta es solo una de las reinterpretaciones radicales que Mumford hace de la evolución del hombre primitivo —desde la utilización de energía a gran escala en el inicio de la civilización, hasta la evolución de mecanismos complejos durante la Edad Media—. Todas ellas han arrojado luz sobre la tecnología totalitaria de la época moderna.
En El pentágono del poder, segundo y último volumen de El mito de la máquina, concluye el balance radical que Lewis Mumford hace de rancias y trasnochadas concepciones acerca del progreso humano y tecnológico. Mumford ofrece una explicación histórica completa de las irracionalidades y las devastaciones que han socavado las grandes conquistas de todas las civilizaciones. Y demuestra cómo los imperativos cuantitativos de la técnica moderna —velocidad, producción en masa, automación, comunicación instantánea y control remoto— han acarreado inevitablemente la contaminación, los deshechos, las perturbaciones ecológicas y el exterminio de seres humanos en una escala inconcebible con anterioridad.
Lejos de ser un ataque contra la ciencia y la técnica, El pentágono del poder pretende establecer un orden social más orgánico, basado en los inmensos recursos tecnológicos del organismo humano. Semejante orden, según demuestra Mumford, es fundamental para que la humanidad pueda superar las fantasías y agresiones deshumanizadas que amenazan con destruir nuestra civilización por entero.

 

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La cultura de las ciudades – Lewis Mumford

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Estado: usado (tapa dura/encuadernado/con laminas).

Editorial: emecé.

Traducción: Carlos María Reyles.

Precio: $220.

Lewis Mumford (Flushing, Queens, ciudad de Nueva York, 19 de octubre de 1895 – 26 de enero de 1990, Amenia, estado de Nueva York).Sociólogo, historiador, filósofo de la tecnociencia, filólogo y urbanista estadounidense. Se ocupó sobre todo, con una visión histórica y regionalista, de la técnica, la ciudad y el territorio. Destacan en particular sus análisis sobre utopía y ciudad Jardín, aunque tienen mayor resonancia sus obras interdisciplinares, así El mito de la máquina.
Mumford pertenece a ese género de intelectuales que nunca acabó una carrera universitaria y que, además, siempre mostró una postura crítica con la formación oficial, en particular, y con cualquier institución estatal, en general.
Dotado de una vocación autodidacta realmente voraz, Mumford comenzó siendo un crítico de arquitectura y urbanismo, y escribió múltiples libros y artículos sobre dicho tema a lo largo de su dilatada vida. La historia de las utopías, 1922 y Sticks and Stones, 1924, fueron sus primeras obras relevantes en dicho campo, y le supusieron fama inmediata entre toda una generación de arquitectos europeos revolucionarios (Gropius, Mendelsohn…) a quienes sorprendió tanto su juventud como su visión crítica.
No mucho después, Frank Lloyd Wright, acaso el más influyente de los arquitectos norteamericanos de principios del siglo XX, se pondría en contacto con Mumford, ya que éste había expresado en numerosas ocasiones que “sólo Frank Lloyd Wright puede salvar a la humanidad del caos urbanístico al que se aproxima, de un urbanismo mecánico, frígido, aséptico, inhumano”.
Durante décadas, estos dos grandes mantendrían una apasionada relación vía epistolar, en la que Mumford siempre se mantuvo distante, ofreciendo a veces críticas positivas y otras realmente destructivas. Más de una de las depresiones de Wright fueron causadas por la dureza de Mumford: éste era visto por Wright como una especie de padre espiritual, pese a que Mumford era bastante más joven. Dichas cartas fueron publicadas en la obra Wright and Mumford. Thirty years of correspondence, 1999.
Aunque destaque sus análisis sobre la utopía y la ciudad Jardín, sus obras más resonantes, sin embargo, pertenecen a un género interdisciplinar y erudito realmente único en el siglo XX, dónde se dan cita ciencia, tecnología, religión, psicología (psicoanálisis en particular), arte, antropología, estética o biología entre otras. Esto es especialmente evidente en su gran obra final, El mito de la máquina, quizás la última gran obra humanista y totalista del su centuria.
No en vano, Lewis Mumford ha sido tildado de “último humanista del siglo XX” y “erudito entre los eruditos”, si bien su humanismo forma parte de una intensa crítica y renovación de un término que él mismo consideraba caduco en su centuria. Curiosamente, y pese a las admiraciones que suscitó en vida por parte de artistas, políticos, intelectuales, poetas o psicoanalistas, fue un autor bastante olvidado en las décadas finales del siglo XX. Él mismo advirtió que su obra sería relegada al olvido porque causaría humillación y malestar a todo aquél hiperespecialista que intentara leer cualquiera de sus libros o artículos. En ciertos círculos de estudiosos de la arquitectura y el urbanismo siguió siendo obligatorio el conocimiento de este autor. Pero afortunadamente su obra se está recuperando en el siglo XXI en España: y hoy circulan —además de Técnica y civilización—, El mito de la máquina. Técnica y evolución humana y El pentágono del poder, así comoLa ciudad en la historia. Sus orígenes, transformaciones y perspectivas, libro recuperado en 2012.
La ciudad en la historia, aparecida en 1961, es su obra más relevante en el campo “urbanístico”, pero se trata más bien de una obra realmente extensa repartida en dos densas partes donde propone una visión de la ciudad como un organismo vivo. Dicho organismo, con su estética, edificios, funciones, política o sociología sólo puede ser comprendida, según Mumford, desde la óptica del filósofo generalista. Por ello, Mumford despliega toda una serie de conocimientos reflexivos y críticos, mezclando historia, filosofía, religión, política, jurisprudencia con arquitectura.
Este proyecto resulta revolucionario no sólo en lo que el título propone, sino en la multitud de tesis particulares introductorias que ponen en duda teorías económicas, históricas y antropológicas consideradas todavía hoy canónicas. Si bien puede ser considerada su obra más influyente (mas no la mejor), los historiadores del urbanismo sólo parecen haber tomado sus secciones más descriptivas, mostrando que la profecía de Mumford (que su obra sería relegada al olvido por su pluralismo nada unidireccional) era verosímil.
Otro notable historiador del urbanismo, A.E.J. Morris, realizó una obra meramente descriptiva y formalista (Historia de la forma urbana) que, aun teniendo en cuenta la línea cronológica básica expuesta por Mumford, olvidaba la principal lección: solo una visión holística desentraña la parte cognoscible de la historia del urbanismo. Cabe destacar que el estilo literario empleado por Mumford en la redacción de esta obra resulta sumamente poético y elegante. Por ello, a veces puede parecer, gratamente, una especie de “ensayo novelesco”.
Pero retrocedamos en el tiempo. A partir del 1934 se ocupó extensivamente de la cultura de las máquinas. En general, el trabajo de Mumford es abundante y exhaustivo, cubre todo tipo de información histórica, y pone en relación las diversas civilizaciones (Asia, Egipto, precolombinas, Occidente en sus distintas fases).
Dentro del enfoque macroestructuralista, se ocupó de cómo determinadas invenciones tecnológicas transformaron radicalmente la sociedad, como es el caso del reloj, que influirá en trabajos posteriores como el de David Landes, Revolución en el tiempo, de 1987.
Técnica y Civilización (1934) -que se tradujo en Buenos Aires, en 1945, lo que facilitó la versión del resto de su obra- es seguramente su obra más representativa y reeditada. Ahí propone quizás su noción más célebre: la “megamáquina”. Con ella describe cómo en el antiguo Egipto, la construcción de las pirámides supuso poner en marcha, además de habilidades constructivas, toda una compleja burocracia organizativa del trabajo. La Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la bomba atómica son ejemplos de esa megamáquina en nuestro tiempo. Mumford consideraba que esta megamáquina encierra grandes peligros y es destructiva y escapa al control de los seres humanos. Su visión pesimista de la tecnología se ha extendido a autores como L. Winner.
Mumford no abogaba por un rechazo a la tecnología sino por la separación entre tecnologías “democráticas”, que son aquellas que están acorde con la naturaleza humana, y tecnologías “autoritarias”, las que son tecnologías en pugna, a veces violenta, contra los valores humanos. Por lo que sostiene la búsqueda una tecnología elaborada sobre los patrones de la vida humana y una economía biotécnica.
Su punto de vista está muy relacionado con la forma de concebir las relaciones humanas y urbanas planteada por los anarquistas clásicos (Kropotkin, desde el pensamiento social o Howard, desde el urbanístico, con su idea de “ciudad jardín” por ejemplo), pero también de los urbanistas canónicos más importantes y clásicos del siglo XX, como Le Corbusier.
Munford también colaboró en la reforma de las new towns inglesas, afrontando la función simbólica y la expresión artística en la vida del hombre. Se le ha relacionado culturalmente con autores como: Patrick Geddes, Ebenezer Howard, Henry Wright, Raymond Unwyn, Barry Parker, Patrick Abercrombie, Matthew Nowicki.

 

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El mito de la máquina – Lewis Mumford

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Estado: usado.

Editorial: EMECÉ.

Traducción: Demetrio Nañez.

Precio: $350.

En Técnica y evolución humana, primero de la serie de dos volúmenes titulada El mito de la máquina, Lewis Mumford da cuenta de las fuerzas que han venido dando forma a la tecnología desde la prehistoria y que han desempeñado un papel cada vez más destacado en la conformación de la humanidad contemporánea.
Mumford se remonta a los orígenes de la cultura, pero en lugar de aceptar el punto de vista según el cual el progreso del hombre se debió a su dominio de las herramientas y la conquista de la naturaleza, demuestra que las herramientas no se desarrollaron, ni podrían haberse desarrollado en ninguna medida relevante, sin el concurso de una serie de significativas invenciones como los rituales, el lenguaje y la organización social. Esta es solo una de las reinterpretaciones radicales que Mumford hace de la evolución del hombre primitivo —desde la utilización de energía a gran escala en el inicio de la civilización, hasta la evolución de mecanismos complejos durante la Edad Media—. Todas ellas han arrojado luz sobre la tecnología totalitaria de la época moderna.

 

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Técnica y civilización – Lewis Mumford

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Estado: usado.

Editorial: Alianza.

Precio: $000.

 

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Sketches from life. The autobiography of Lewis Mumford. The early years – Lewis Mumford (versión original en inglés)

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Estado: usado (tapa dura/encuadernado).

Editorial: The Dial Press.

Precio: $000.
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The condition of man – Lewis Mumford (versión original en inglés)

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Estado: usado (tapa dura/encuadernado/con sobrecubierta).

Editorial: Harcourt, Brace and Company.

Precio: $100.

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Historia de la ciencia: de San Agustín a Galileo (2 tomos) – A. C. Crombie

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Estado: impecable (solo el tomo 1 disponible).

Editorial: Alianza.

Precio: $250.

Tomo 1: La ciencia en la Edad Media: siglos V al XIII.
En los últimos años se ha intensificado el estudio de la Historia de la Ciencia, a la vez como disciplina histórica profesional y como objeto de interés para el público en general. Esta obra ha marcado un hito en la hitoriografía contemporánea al mostrar de forma irrebatible la continuidad esencial de la tradición científica occidental desde la época griega hasta nuestros días. Este primer volumen describe el largo proceso de la ciencia en la Edad Media que culmina en el gran edificio conceptual del trescientos.
Tomo 2: La ciencia en la Baja Edad Media y comienzos de la Edad Moderna: siglos XIII al XVII.
En este segundo volumen de la Historia de la Ciencia se presenta una exposición de la evolución de las ideas sobre el método científico y las críticas de los principios fundamentales del sistema del siglo XIII realizadas desde finales del siglo XII al XV, lo que preparó el camino para cambios más radicales en los siglos XVI y XVII. El último apartado está dedicado a la propia Revolución científica: «La aplicación de los métodos matemáticos a la Mecánica», «La Astronomía y la nueva Mecánica», «Anatomía y morfología y embriología animales comparadas», «Filosofía de la Ciencia y concepto de la Naturaleza en la revolución científica», etcétera.
 

 

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Los nuevos poseidos – Jacques Ellul

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Los nuevos poseidos – Jacques Ellul

Estado: usado.

Editorial: Monte Avila.

Precio: $150.

La discusión que plantea este libro, y su condición eminentemente polémica, derivan de los materiales que nos propone su autor. Si el mundo moderno aparece como laicizado, desinteresado de la religión y marcado cada vez más por la ciencia, también es cierto que en su seno se están multiplicando los comportamientos y las estructuras religiosas, sean colectivas o individuales.
En efecto, las manifestaciones de magia y brujería en los Estados Unidos y en Europa occidental, la expansión del Zen y el crecimiento de las religiones políticas son nuevas y ricas creaciones que aparecen ligadas a la formas y al espíritu de nuestra sociedad. ¿Dónde está, pues, la contradicción?
He aquí el tema central del libro: la irrupción de una nueva espiritualidad en plena sociedad tecnicista. ¿Cuál es la situación de la Religión en el mundo técnico? ¿Cómo funcionan hoy las distinciones entre cristianos y religión, y cuáles son sus límites? ¿Es posible que las nuevas religiones sean provocadas, precisamente, por el crecimiento técnico? la polémica está abierta, y este libro inteligente y sagaz la estimula como pocos.
Jacques Ellul, entre el pesimismo sociológico y la esperanza bíblica.*
Pieter Tijmes
Enschede (Países Bajos), 2002.
Jacques Ellul: el philosophe malgré lui
Jacques Ellul era lo contrario de un intelectual profesional u orgánico. Jurista de formación, se movía en los terrenos de la sociología, de la historia, de la teología. Sin embargo, nunca ha pretendido ser filósofo. Al contrario, no dejaba de insistir en que no lo era. La paradoja es que es uno de los autores más citados por los miembros de la Society for Philosophy of Technology americana. Este es quizás el único círculo en que Ellul, filósofo a su pesar, es tomado en serio y leído como lo merece: como el pensador que ve en la tecnología[1] la apuesta de la época moderna. Según él, lo que determinó el rostro de su siglo no fue la religión, ni la economía, ni la política, sino la dinámica del fenómeno técnico o tecnológico. La religión, la política y la economía han perdido el papel de motor que tuvieron en otras épocas. En todos los aspectos de la existencia humana –colectiva e individual– la técnica es el factor dominante y la clave para la interpretación del patrón cultural occidental.
Ahora bien, cuando Ellul escribe sobre la técnica, lo hace expresamente en una perspectiva sociológica. Su obra maestra, La technique ou l’enjeu du siècle (1954) es un estudio sobre las transformaciones de la sociedad bajo la influencia de la Técnica. Le système technicien (1977) análiza como la técnica, al volverse sistema, ha traicionado al hombre. Le bluff technologique (1987) revela el descaro implícito en el discurso sobre la técnica.[2] Estos tres libros constituyen lo que se ha llamado el tríptico tecnológico de Ellul.
Por cierto, Ellul ha escrito otros libros importantes sobre la técnica. Los más conocidos son: Propagandes (1962) –sobre la propaganda como medio técnico–, L’illusion du politique (1965) –¿qué pasa con la política bajo la influencia de la Técnica?–, Métamorphose du bourgeois (1966) –sobre el papel cambiante de las clases sociales–, La révolution –sobre la pregunta ¿qué revolución es aún posible?– y L’empire du non sens (1980)–¿qué ocurrió con el arte bajo la influencia de la Técnica?. Sólo que los libros del tríptico son su contribución intelectual más original.
Pero hay otra paradoja más que la que transformó en filósofo a un autor que proclamaba no serlo. El lector del tríptico puede no adivinar la pasión secreta de Ellul. Este filósofo de la Técnica podría definirse mejor como un teólogo apofático . Empeñó su corazón en la reflexión sobre la relación con Dios y de esta teología íntima emana su mirada sobre la realidad. Pero ha cuidadosamente dividido su obra en dos vertientes: sus escritos sobre la Técnica no presentan huella manifiesta de su inspiración teológica, mientras que sus otros escritos (más íntimos, elaborados más lentamente, menos conocidos) podrían parecer haber sido escritos por otro autor. Esto podría producir una sospecha de esquizofrenia que se esfuma cuando uno entiende que esta separación es metodológica.
Ellul ve sus escritos sobre la Técnica como un llamado a los hombres para convertirse a otra actitud. Pero pretende hacerlo estrictamente en el lenguaje de la sociología. Y, como para volver las cosas aún más difíciles, escoge una sociología – típicamente francesa, a la Durkheim – que no deja ningún lugar a su convicción cristiana colorada de personalismo y de existencialismo. En su visión íntima de la existencia, lo personal está en el centro. Sin embargo, en el estilo sociológico en el cual escogió dar expresión a su crítica de la Técnica, lo personal no tiene lugar. Los hechos sociales de los cuales procede son pensados a partir de lo colectivo, de losocial, de lo supra-individual. Es decir, su visión teológica y su sociología no compaginan sin conflictos.
Dos libros son particularmente útiles para tener una idea de como vivió este conflicto: Perspectives on our Age, Jacques Ellul speaks on his Life and Work, de Vandenburg (1981), y las entrevistas con Ellulrealizadas por Garrigou-Lagrange (1981), bajo en título Jacques Ellul, à temps et à contretemps.
En el primer libro, Ellul marca el paso y domina la conversación. Mirando hacia su juventud, trata de retrazar las lineas generales de su trayectoria intelectual. Circunscribe con maestría la zona conflictiva entre su sociología de la Técnica y su inspiración teológica y también aborda los temas no explicitamente teológicos (apofáticos) de su crítica de la Técnica y de la tecnología. Dice lo que debe a la teología de Karl Barth.
Las entrevistas de Madeleine Garrigou-Lagrange son más vivas, incluso humorísticas, porque ella logró inducir a Ellul a hablar de cosas cotidianas que el tenía la tendencia de pasar por alto como irrelevantes. Recogidos por la discreta entrevistadora, estos detalles dan carne al hombre que se encuentra detrás de la gigantesca obra.
Nadie es profeta en su tierra: en Francia, Ellul fue relativamente desconocido. Que yo sepa, si bien varios escritos se encuentran dispersos en algunas revistas, no existe ningún estudio completo de su obra en francés. El país de Europa que más lo leyó es el mío, Holanda. Mi paisano Egbert Schuurman, 1972 fue pionero: publicó una penetrante disertación sobre Ellul. Fue seguido por Kristensen, 1986, quien, bajo el título de Het verraad van de Techniek, escribió un ensayo sobre la sociología de Jacques Ellul. Pero es en los Estados Unidos donde tuvo lugar la verdadera recepción de este autor: América es el país que lo descubrió y el único en el cual más que un puñado de intelectuales lo estudia seriamente. En consecuencia, casi todas sus obras han sido traducidas al inglés. La Society for Philosophy and Technology ha contribuido a ello, pero quizás aún más significativa fue la iniciativa del Departamento de Estudios de la Religión de la Universidad de Florida del Sur: dos veces al año, esta universidad publica los Ellul Studies, una revista con artículos concisos, recensiones y comentarios de la obra de Ellul y de los autores que ésta ha inspirado. Su subtítulo es A forum for Technology in a Technological Civilization, un foro para la Técnica y el discurso sobre ella en una sociedad tecnológica.
La vida de Jacques Ellul
Nació el 6 de enero de 1912 como un extraño cuya cuña se encontró por azar en Bordeaux. Los ancestros de su padre eran italianos y serbios, y los de su madre, portugueses y franceses. No es de extrañar que, en tal familia, el joven Ellul creciera libre de sentimientos nacionalistas. Tanto del lado del padre como del de la madre, se hablaba de orígenes judíos. Ambas estirpes eran familas ricas venidas a menos. En la casa, había copas de cristal que se llenaban con vino barato y trastes de Bohemia para puré de papa y frijoles. El joven Jacques fue educado en la tradición de los valores aristocráticos: honor, cortesía, moral, dignidad, resistencia a las presiones, rebeldía contra toda forma de autoritarismo. Toda su vida, Ellul recordó con ternura y agradecimiento el ambiente de la casa familiar.
Ya en la edad de la decisiones existenciales, Ellul, como lo confiesa a Madeleine Garrigou, tomó dos opciones aparentemente contradictorias: una por la fe cristiana, la otra por el marxismo. Por un lado, la revelación bíblica era, para él, una verdad existencial fundamental. Profundizó esta intuición con Calvino y luego con Kirkegaard, pero la influencia mayor fue la de la teología de Karl Barth. Por otro lado, adoptó el pensamiento económico y político de Karl Marx como el marco de su análisis social. Sin embargo, al hablar de su «opción por el marxismo», hay que hacer una reserva mayor: se interesó muy poco por el pensamiento filosófico de Marx. En tanto que jurista, gran profesor de derecho romano en la Universidad de Bordeaux, Jacques Ellul se sentía en harmonía con el espíritu latino. Y los romanos tampoco fueron filósofos: de ahí quizás su rechazo del papel de filósofo y su desdén por la filosofía del autor que influyó su marco sociológico.
Pero, para Ellul, un amigo era más verdadero que todas las verdades de la sociología. Tuvo en particular dos entrañables amigos, amigos de toda la vida: Bernard Charbonneau, un ecologista avant la lettre, y el teólogo Jean Bosc. Ambos han tenido una gran influencia sobre él, como también su mujer, que murió en el 1991. Ella, como lo confesara, logró volverle soportable su aislamiento intelectual y espiritual.
Ellul se veía a sí mismo como un hombre de acción. Ahora bien, sus acciones concretas nunca fueron coronadas por el éxito. Sin embargo nunca deseperó y después de cada fracaso, volvió a encontrar el impulso para empezar de nuevo. «Podría decir que fallé en todo, pero no conservo amargura por ello», confesará.
Ellul era miembro de la Iglesia Reformada y, como tal, lanzó varias ideas de reforma. Por ejemplo trató, junto con Jean Bosc, de movilizar a la Iglesia para que fuera más activa en la sociedad. También propuso modificar la formación teológica para preparar predicadores más populares.
Después de la Segunda Guerra Mundial, a consecuencia de sus actividades en la Resistencia, se vió involucrado en la política municipal de Bordeaux. Tras múltiples fracasos, se retiró de la política. Se interesó en la cuestión de la juventud. En colaboración con Yves Charrier, fundó una organización, un especie de club para los blousons noirs, los jovenes contestatarios de los años 1950. Trató de lanzar iniciativas desde la sociedad civil. Con su amigo Charbonneaux, se opuso enérgicamente a la explotación turística de la Aquitania. Aquí también perdió la lucha frente a la tecnocracia, la burocracia y el capitalismo.
Dialéctica: la unión de los incompatibles
Ya que el punto de partida de las reflexiones de Ellul sobre la Técnica es sociológico, el efecto de la Técnica sobre la conducta humana se estudia en las relaciones sociales, las estructuras políticas y los fenómenos económicos. En un epílogo a la traducción americana de La technique ou l’enjeu du siècleThe Technological Society, explica con toda precisión que sociología es la suya. Lo hace defendiéndose del reproche de pesimismo que a veces se le hizo. Según este reproche, su pensamiento no dejaría lugar a acciones individuales efectivas ni propondría soluciones a los problemas desglosados (Ellul, 1954:28). Ellul contesta que, para él, existe una realidad social colectiva independiente de la realidad individual. Las decisiones individuales siempre son tomadas en el marco de esta realidad social; este marco es preexistente, es decir, que es previo a la existencia humana individual y es más o menos determinante. En las sociedades premodernas, esta realidad extrapersonal se expresaba en prohibiciones, tabús y ritos. En la sociedad moderna, es la Técnica la que se ha vuelto determinante. Ellul defiende la idea de un determinismo metodológico: las decisiones de los individuos no son visibles, y como representan iniciativas personales, no pueden ser previstas. El determinismo metodológico no dice lo que va a pasar, sino lo que probablemente va a pasar. La extrapolación sociológica permite distinguir cierta lógica en la evolución de las instituciones. Sin embargo, nunca olvida que los acontecimientos pueden falsificar esta lógica. Por ejemplo, una guerra podría aniquilar la sociedad tecnológica. O un número creciente de personas podría ejercer su libertad y llamar a un cambio de rumbo de esta sociedad. O aún, la libertad de los hombres podría ser redimida por una intervención divina y cambiar el curso de la historia.
Ellul no pierde de vista que las dos últimas posibilidades mencionadas no encajan con la visión sociológica. Es evidente para la tercera, pero el lector perspicaz habrá notado que la segunda no es compatible con la sociología de corte durkheimiano. Además, ninguna puede ser corroborada por hechos conocidos.
Para Ellul, el hombre está determinado, pero puede sobreponerse a esta determinación por el ejercicio de su libertad. El primer paso hacia la libertad es el reconocimiento de su antítesis, la necesidad, el determinismo. En la sociedad moderna, la forma de determinismo más peligrosa es el fenómeno técnico. No se trata de negarlo, sino de trascenderlo por un acto de libertad. El primer libro del tríptico es un «llamado a despertar para los endormecidos», como dice el prefacio de la edición americana.
En este sentido es Ellul dialéctico. Describe la sociedad como totalitaria, pero llama a la libertad dentro de esta sociedad. No excluye la posibilidad de un cambio, pero no trata de describir éste ni de dar receta para él, como todavía lo hacía Marx. Para Ellul, el motor de la dialéctica no se encuentra en la realidad empírica. Su esperanza se fundamenta en la intervención perturbadora del todo Otro.
Definición de la Técnica
En el prefacio de The Technological Society, Ellul da un semblante de la Técnica moderna que evita cuidadosamente todo uso de la palabra fin. Según él, si bien las Técnicas particulares tienen fines particulares, no existe finalidad alguna a la cual la Técnica en su conjunto fuera sometida. Ellul ve la Técnica moderna como la totalidad de los métodos racionales que poseen el mayor grado de eficiencia en todos los campos de la actividad humana. Las características de estos métodos son nuevas en el sentido rn que han sido pensadas en función de la mayor eficiencia posible. En las sociedades tradicionales, las herramientas no eran sistemáticamente sujetas a un imperativo de eficiencia.
El concepto moderno de eficiencia presupone que todo puede ser medio para otra cosa. Con ello se relativiza el valor intrínseco de las cosas. Ya no son los fines particulares los que justifican los medios, sino que el imperativo de eficiencia se ha vuelto el resorte de la dinámica social.
Ellul distingue entre tres esferas de la Técnica moderna:
  1. La Técnica económica, orientada hacia la producción, y que va desde la organización del trabajo a la planificación económica;
  2. La Técnica de la organización, que abarca el comercio y la industria, pero también el poder político -Estado, administración, policía, ejército, etc-;
  3. La Técnica cuyo objeto es el hombre, que comprende por ejemplo la educación, la propaganda, las Técnicas médicas y, ahora, las genéticas.
Ellul contrasta la Técnica moderna con las Técnicas tradicionales.
Las Técnicas tradicionales
Desglosa cuatro características de las Técnicas premodernas:
  1. Eran siempre limitadas a ciertos dominios. Ciertamente, en las sociedades primitivas existían técnicas para cazar, pescar, recolectar alimentos, hacer ropa, construir casas, domesticar animales, etc.. ComoMarcel Mauss, Ellul incluye las prácticas mágicas en las técnicas tradicionales. Para obtener lo que quería, el hombre se valía de ritos, fórmulas y procedimientos fijos. En este sentido, la magia puede ser vista como el antecedente de la Técnica. Pero la esfera de las prácticas mágicas era limitada y la idea de progreso les era ajena.
En las sociedades históricas, la Técnica siguió siendo contenida por la sociedad. Esta contención de lo técnico por lo social implica también que el trabajo tiene un papel subordinado. La gente prefería limitar su consumo que trabajar duro. La gente de la Edad Media, por ejemplo, buscaba también la amenidad o el confort, pero sus ideas al respecto poco tenían que ver con las nuestras. Más que confort físico, sus casas ofrecían una atmósfera. Una habitación necesitaba pocos mueblos para serlo. Su atmósfera nacía de las relaciones, de la calidad de los materiales, de la forma.
  1. Los medios técnicos eran limitados. Nadie pensaba en reemplazar herramientas viejas por nuevas mientras aquellas servían. Las herramientas se mantenían, se reparaban, se adaptaban, se perfeccionaban. El ojo y la mano del carpintero contaban más que sus instrumentos.
  2. Hasta el siglo XVIII, las técnicas eran locales. Había poca difusión de conocimietos técnicos. En ausencia de la moderna transferencia de tecnología, cada cultura inventaba su propia caja de herramientas, y ésta era parte íntima de la cultura. En vez del one best way in the world, existía una inmensa diversidad de modalidades Técnicas. Esta diversidad de las herramientas se debía al quehacer particular de los herreros locales, y no a cualquier investigación tecnológica.
  3. La Técnica aún dejaba varias opciones abiertas. Las herramientas se podían agarrar o dejar: era posible distanciarse de ellas para vivir más humanamente. En el Imperio Romano por ejemplo, así como el el Medioevo, todavía existían grandes extensiones de saltus, de bosques salvajes en los cuales algunos se refugiaban para huir del dominio del emperador o de los nobles terratenientes. Así se podía también escapar a la obligación de portar las armas, o de pagar los impuestos imperiales. Pero también —aún sin refugiarse en los bosques— existía para cada uno la libertad de escapar de cualquier Técnica. El hombre y no la Técnica era aún la medida de las cosas. En una forma o en otra, estas zonas de libertad se mantuvieron hasta el siglo XVIII. Pero para entonces, la hora de la Técnica moderna estaba a punto de sonar.
La Técnica moderna
La obra de Jacques Ellul podría definirse como una caracterología de la Técnica moderna. En ella se definen ocho criterios, ocho características que diferencian la Técnica moderna -la Technique- de las Técnicaspremodernas. Son: la artificialidad, la racionalidad, el determinismo propio, el crecimiento auto-alimentado, la indivisibilidad, la relación orgánica entre todas la Técnicas, el universalismo y la autonomía.
  1. La artificialidad. El medio generado por el proceso técnico reemplaza paulatinamente el medio natural en el cual nuestra especie ha evolucionado.
  2. La racionalidad. El proceso tecnológico persigue la eficiencia absoluta con métodos racionales. Para cada problema, ofrece sólo un pequeño número de rutas o, incluso, una sola, the one best way in the world, acabando así con la existencia de varias vías alternativas.
  3. El determinismo propio y el automatismo de las opciones tecnológicas. Todo pasa como si la Técnica misma seleccionara los medios que se deben tomar en cuenta como the one best way. La decisión humana así es defraudada de su sustancia, porque la opción seleccionada parece absolutamente la mejor. El campo de las decisiones es reestructurado de tal forma que lo no-técnico es eliminado y el resto dominado.
  4. El crecimiento auto-alimentado. La Técnica genera más Técnica. Cada ‘problema’ causado por la Técnica es interpretado como una demanda de más Técnica (por ejemplo, los embotellamientos del tráfico sirven de justificación para la construcción de más carreteras). Además, un procedimiento experimentado en determinado campo no tarda en ser transferido a otro campo (ver las aplicaciones civiles de técnicas militares). La creencia de que «la solución a los problemas generados por la tecnología es más tecnología», aunada a la combinación de técnicas en constelaciones siempre nuevas, hace de la Técnica una telaraña que cubre a toda la sociedad y se densifica exponencialmente. Por lo tanto, el progreso técnico es impredecible. Esta sometido a la causalidad, pero es desprovisto de finalidad. El ciudadano contribuye al crecimiento de la Técnica, pero los resultados de ella lo rebasan (ibid).
  5. La indivisibilidad. La tecnología se presenta en paquetes indivisibles, en los cuales no se puede separar el buen grano de la cizaña. En otras palabras, los efectos positivos de la tecnología son inseparables de sus efectos negativos (por ejemplo, el tráfico mundial de material radiactivo no se puede separar de las ‘bondades’ de la electricidad producida en plantas nucleares). Sería ilusorio querer limpiar la Técnica de susefectos negativos para sólo conservar sus efectos positivos. Pretender que esta separación es posible constituye lo que Ellul llama le bluff tecnologique, el descaro tecnológico. Por lo tanto, la tesis de laneutralidad de la Técnica es falsa. Los que la defienden arguyen que una navaja, por ejemplo, se puede usar para piquar cebolla o para asesinar a su consuegra: la calidad moral de su uso depende de la del usuario. Pero lo que se puede decir de una herramienta particular no se puede decir de la Technique, la técnica en su conjunto.
Ellul ilustra la tesis de la indivisibilidad (o no-neutralidad) de la Técnica con el ejemplo del carro. «Quien menciona sus tan alabadas ‘ventajas’ no puede pasar por alto que también mata, contamina el aire, hace ganar tiempo a los ricos quitándolo a los pobres y aleja los destinos deseables del alcance de mis pies» (Illich, 1974). Tanto las ventajas esperadas como los efectos no deseados vienen en paquetes indivisibles.
No sorprende entonces que Ellul se haya opuesto a la distinción, en su opinión ociosa, entre usos pacíficos y usos militares de la tecnología. Estaba convencido de que, mientras domine la Técnica, todo lo que es factible acabará por realizarse, independiente de que sea necesario o no, bueno o malo. Para ilustrar el efecto de esta tendencia, toma el ejemplo de las policías modernas y de su inmenso arsenal de métodos de investigación y de acción. En un primer momento, los ciudadanos se alegran de esos progresos, porque piensan que estos les protegen más eficientemente contra los criminales. Pero no olvidemos que toda Técnica inventada para determinado campo acaba por transferirse a otros campos; de hecho, a todo campo donde sea posible su aplicación, independientemente de si es o no necesaria o buena. Las técnicas policíacas amenazan con transformarse en técnicas de control político y de tornar a la sociedad en un vasto campo de concentración. Ellul ni siquiera habla de dictadura, con terror y arrestos abritrarios. La mejor Técnica es la que menos se hace notar. Ellul advierte del peligro de una dictablanda en la cual cada ciudadano es discretamente controlado. Una sociedad en que las intenciones malas de algunos deben ser detectadas con anticipación. Un orden parecido al que reina en un aeropuerto, en el cual cada pasajero es amigablemente tratado como sospechoso y gentilmente investigado antes de subir al avión. En otras palabras, la perfección tecnológica es indisociable de un control total de cada quien, y esto sin que fuera el resultado de una intención política. Tanto los régimenes llamados democráticos como las dictaduras recurren a la propaganda para volver este control aceptable, lo cual es un ejemplo más de cómo una Técnica llama a otra.
Ellul piensa que el hambre es la otra cara de las técnicas de producción y de distribución de alimentos y que la Técnica en general conduce a la Guerra, como lo deja suponer la indisociablidad de las investigaciones cientificas pacífica y guerrera. Creer que se puede cancelar el águila [N. de T.: la cruz para los lectores españoles] de la moneda Técnica para contemplar como brilla el sol [N. de T.: la cara] es no haber entendido nada.
  1. La relación orgánica entre todas la Técnicas. El crecimiento auto-alimentado y la indivisibilidad de la Técnica desembocan en la interconexión de todas las técnicas particulares. Esta interconexión acelara a su vez el desarrollo tecnológico. Cada Técnica particular perturba el equilibrio que se pretende reestablecer mediante una nueva Técnica. Todas la ramas de la Técnica (técnicas de producción, de transporte, de organización, de propaganda) acaban por amalgamarse en un todo, un sistema en el cual cada Técnica particular se vuelve subsistema. Es lo que Ellul llama le système technicien. Considera vana toda esperanza de modificación de una parte de este sistema, porque no procede de decisions libres de los hombres, sino de la Necesidad bajo la forma de un imperativo tecnológico. Sólo una irrupción de libertad inspirada podría trascender esta Necesidad.
  2. El universalismo de la Técnica. Éste se puede entender tanto en el sentido geográfico como en el sentido cualitativo. En todo el mundo se nota la tendencia a aplicar la misma Técnica. El lugar de su aplicación se ha vuelto irrelevante. Esto no quiere decir que todos los pueblos hayan alcanzado el mismo punto, sino que se encuentran en diversos puntos del mismo trayecto. El colonialismo europeo contribuyó a la propagación de máquinas que tomaron el lugar de los dioses africanos y asiáticos. Pero fue el presidente Truman, en su discurso de investidura, el 20 de enero 1949[3], quien exacerbó la universalización de la Técnica moderna bajo el disfraz de «ayuda a los paises subdesarrollados» o «desarrollo». Algunos creyeron que el desarrollo no hacía más que añadir nuevos valores a los valores de las culturas receptoras. ¡Cuanto se equivocaron! Bajo el impacto del desarrollo, las culturas tradicionales se derrumban la una después de la otra[4]. De hecho, se puede decir que Europa fue el laboratorio de este derrumbe cultural. Sólo que lo que tardó varias generaciones en Europa cae como un relámpago sobre el tercer mundo.
  3. La autonomía de la Técnica. La palabra autonomía no significa aquí libertad de los hombres, sino separación, desincrustación o desempotramiento[5] de la Técnica de las relaciones sociales, económicas y políticas. La Técnica no sólo se constituye en esfera autónoma, sino que modifica estas relaciones y resta terreno a la ética. Reconocerlo es otra manera de mostrar la indigencia intelectual de la noción deneutralidad de la Técnica, aquí a través del hecho de que la Técnica propaga una nueva cultura de después de la cultura o anti-cultura. En esta anti-cultura, la Técnica no se conocen ni limites, ni prohibiciones, ni tabúes, ni misterios, ni reglas morales, porque no reconoce norma alguna fuera de la suya propia. Precisamente porque lo desacraliza todo, se vuelve un dios. De Ella esperan los hombres tecnificados su salvación.
Aquí queda esbozada la caracterología de la Técnica de Ellul. No corresponde, por supuesto, a lo que piensan ver los que por su profesión se encuentran involucrados en una Técnica particular. La sociología deEllul no describe el quehacer técnico como se experimenta desde el puesto de trabajo. Pero lo que sí puede decir a los profesionales, si saben escuchar, es que los artefactos técnicos tienen muchas implicaciones y muchos efectos ocultados a la visión profesional desde la etapa del tiralíneas. Pero, muchos de estos efectos rebasan la capacidad de comprensión de muchos ingenieros.
El sistema técnico
La Técnica se ha transformado en un sistema. Tal es la tesis del tercer libro de la trilogía, Le système technicien. La sociedad que se ha llamado posindustrial, posmoderna, programada, globalizada, quizás quedaría mejor caracterizada como aquella en que la Técnica se ha vuelto un sistema. Para Ellul, un sistema es «un conjunto de elementos que tienen entre sí relaciones tan estrechas que un cambio en uno sOlo de los elementos tiene repercusiones en todos». Por lo tanto, el sistema técnico no es una combinación de partes independientes, sino una integración cada vez más completa que incluye al hombre. Esta integración se ha acrecentado por el efecto de la computadora. En cierta medida, el hombre es excluido del sistema como sujeto, pues, el sistema exige que sólo esté en relación con él como objeto. «En cierta medida» dijimos, porque el hombre-objeto puede intervenir en el sistema,[6] sólo que sus intervenciones son formuladas en los términos del mismo sistema. Poco a poco, esta interacción hace que los hombres empiecen a pensar en los términos del funcionamiento del sistema.
Le système technique cita ampliamente a la literatura crítica e incluso a la Técnica, entonces reciente, incluyendo textos sobre la teoría de la información y de la computación. Se ha dicho que era una versión actualizada de La technique ou l’enjeu du siècle.
Ellul establece una diferencia entre el sistema técnico y la sociedad Técnica o tecnológica. Si bien el primero sigue siendo un injerto sobre la sociedad, procede de una dinámica propia, que, contrariamente a la sociedad, no conoce limitaciones. Un ejemplo: la especialización, la profesionalización y la tecnificación ubican la relación médico-paciente en una luz completamente nueva. El médico ahora se vale más de su calificación profesional que de su don de gentes, lo que le da la posibilidad de desaparecer como persona. Ya no está aquí para responder a preguntas sobre el sentido del acto médico o sobre su propia responsabilidad. Él no es comparable a un doctor de antaño, sino que se ha vuelto un elemento más del sistema biomédico, un elemento integrado junto a todos los otros, como el laboratorio, el vendedor de medicinas, el consejero genético de las mujeres embarazadas (Samerski, 2002), etc. Él es ahora un subsistema de un sistema para el cual todo lo que es posible debe ser llevado a la práctica.
Pero cuidado: la sociedad aún no ha sido absorbida por el sistema técnico. O mejor dicho, es el elemento inadaptable, el elemento que rehúye dejarse transformar en subsistema, el lugar de las ‘malfunciones’. Desde el punto de vista del sistema, la sociedad es el obstáculo por eliminar. Esta eliminación o absorción total de la sociedad por el sistema aún no ha tenido lugar, pero no se vislumbran claramente los brotes de libertad que la impedirán.
El descaro tecno-lógico
Le bluff technologique parte de la distinción que mantiene Ellul entre las palabras technique (Técnica) y technologie (tecnología), una distinción que en neerlandés, probablemente bajo influencia anglosajona, es difícil mantener.[7] La tecno-logía es el logos del discurso sobre la Técnica. A un estudio sobre la (o una) Técnica, Ellul lo llamaría también una tecnología. Sin embargo, la palabra technologie quiere decir mucho más para él. Ellul pasó su juventud y su edad madura como disidente de una sociedad que embalsamaba la Técnica como panacea, remedio universal, «solución de todos los problemas». Es para resistirse a esta tecno-logía(discurso sobre la Técnica) ciega, ingenua o cínica que Ellul escribió sus libros. La cínica voluntad de ceguera sobre lo que la Técnica hace y dice realmente es lo que él llama el bluff, el descaro tecno-lógico. Es particularmente crítico del discurso cínico-ingenuo sobre las Técnicas llamadas de punta, las espectaculares Técnicas de la información, la exploración del espacio, la genética, el átomo, el láser.
En un primer momento, estas Técnicas son como una tormenta que agita las aguas superficiales del océano sin cambiar las corrientes profundas del sistema técnico. Son espectaculares, pero no entrañan ninguna revolución tecnológica. Sin embargo, la atracción por su carácter novedoso permite pasar por alto[8] los conflictos entre el sistema técnico y la sociedad en vía de tecnologización. El desarrollo proliferante de la Técnica puede así perseguirse sin la menor resistencia, en una aparente aceptación total. Los que construyen carreras académicas sobre los conceptos post (por ejemplo: posmoderno, posindustrial, post-narrativa) harían bien en pararse un momento y reflexionar: ¿no he aquí la razón de la desaparición de las grandes narrativas? Ya no son necesarias ya que el sistema tecno-lógico suministra a la vez todas las justificaciones y los cuentos. Mientras que las novedades superficiales atraen la atención, profundas transformaciones sociales ocurren en la sombra de una banalidad incuestionada. Es contra este bluff, este descaro tecnocrático que se levanta Ellul. Mientras la espectacular tecnología militar de las nuevas guerras, la llamada exploración del espacio, Internet (y la racionalización planetaria del control) ocupan la parte delantera del escenario, los actores ubicados en la parte posterior se vuelven simples figurantes. Es una vergüenza mantenerlos en el espejismo de que la política puede aún orientar el showi, influir en las decisiones. En este show, vemos a gente sentarse dócilmente frente a televisores y detrás de computadoras, comprar sus gadgets de hardware y software, invocar a su dios para que le mande sus bonanzas en forma de mayor participación de las innovaciones tecnológicas.
Ellul no se cansa de mostrar que la expansión tecnológica es intrínsecamente ambivalente. Por ejemplo, lo que promete ahorrarte en trabajo duro te lo cobra en agotamiento psíquico. Cada etapa de desarrollo técnico crea más problemas de los que pretende resolver. Por desgracia, si bien los efectos deseados son inmediatamente visibles (¡eficiencia de la Técnica!) los daños que causarán no lo son: tardan en ser percibidos y, cuando lo son, se les intenta atribuir causas naturales,[9]. Se manifiestan en terrenos insospechados. El bluff tecno-lógico, el descaro del discurso oficial sobre la Técnica, estriba en la falacia de que los efectos nocivos de la tecnología se puden separar de sus efectos deseados. Consiste en negar la indivisiblidad de la Técnica.
El último libro de Ellul es mucho más que «una diatriba de 400 páginas», como ciertos críticos lo calificaron. Es un ataque bien argumentado y muy justificado contra la hipocresía y, finalmente, contra la obsolescencia de la apología de la Técnica, de la tecno-logía oficial, dando a la palabra tecnología el sentido que le daba Ellul. La verdad es que la Técnica es generalmente precaria, impredecible, cara, desgastante, desprovista de sentido y fea. En otras palabras: esta obra de la razón, en su conjunto, no es nada racional: uno de estos monstruos engendrados por la razón de que hablaba Goya. Ellul hablaba del terrorismo silencioso[10] de la Técnica, aludiendo a su capacidad de manipular la imaginacion o de modelar el inconsciente para hacer parecer imposible toda resistencia.
A manera de conclusión
Este acercamiento a la mirada de Ellul sobre la Técnica no revela más que un aspecto de su pensamiento. Como sociólogo, muestra que el camino de la cultura tecnológica no tiene salida. Pero no he hablado de Ellulteólogo. Se ha dicho que el pesimismo del sociólogo de la Técnica sólo podía ser soportado por alguien que viviera en la esperanza de la fe. En sus propias palabras, nunca ha buscado una adaptación mutua o una síntesis tranquilizadora entre estas dos vertientes de su obra, sino una confrontación. Lo que es irreconciliable y contradictorio y sin embargo coexistente se encuentra en confrontación. Las tomas de posición existenciales del cristiano Ellul consisten en cortar el nudo gordiano iluminado por su fe. Para entenderlo, hay que distinguir tres niveles de su obra.
  1. El primer nivel es una descripción de lo que él ve a su alrededor. Es el nivel sociológico, pero su sociología es exclusivamente descriptiva.
  2. El segundo nivel es de esencia teológica. Interpreta la postura bíblica sobre, por un lado, la ruptura entre Dios y el hombre y, por otro, la fidelidad de Dios hacia su creación incluyendo al hombre. Ellul cree que Dios mantiene una relación salvadora con todos los pueblos. Esta perspectiva teológica arroja una luz nueva sobre el mundo.
  3. Quien percibe esta luz debe darle una respuesta en su vida. Literalmente, «debe darle forma pues, nada predetermina lo que la luz que tú percibiste va a alumbrar para tí y para quien ve contigo. La realidad social contiene su propio campo de posibilidades pero clama por una respuesta que la trascienda». Por otro lado, la esperanza cristiana también llama a que se le responda. Es cuando estas dos formas de llamada coinciden que se puede hablar de una responsabilidad de los cristianos.
Esto coloca al cristiano en la arista estrecha entre teología y sociología. Ellul llama dialéctica a la tensión debida al hecho de que estos dos campos nunca se corresponden, nunca coinciden, sino que se confrontan más allá de toda síntesis. Una gran estudiosa de Ellul, Katharine Temple (1983), advierte al lector: «Sería demasiado fácil subestimar los matices y sutilezas de su pensamiento al describirlo socialmente como un luddita[11]y religiosamente como un profeta o un Savonarola. Describirlo como un pensador uni o bidimensional, sin tomar en cuenta la cuidadosa articulación de su obra sería caricaturizarlo».
Eso pone en claro el porqué Ellul siempre negó que sus análisis, por muy críticos que sean, fueran pesimistas. Sólo se leerá en una perspectiva pesimista si se deja la última palabra a la sociología y si se niega la apertura al cambio que da la esperanza.
Notas
[1]: N. de T.: aquí se presenta una dificultad de traducción: para nombrar lo que en México se llama tecnología, Ellul siempre dice la technique, reservando la palabra technologie para lo que significa etimologicamente: discurso sobre la técnica.
[2]: N. de T.: fiel a su convención, Ellul usa aquí la palabra technologique en el sentido de «referente al discurso sobre la technique».
[3]: N. de T.: ver Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder [The Development dictionary] (Sachs, 1992). Las contribuciones que hablan explicitamente de la hazaña trumanesca son:Introducción, Sachs (pp. 2, 3); Desarrollo, Gustavo Esteva (pp. 52, 53); Producción, Jean Robert (p. 277).
[4]: N. de T.: ver en particular la contribución de Esteva, Desarrollo en el Diccionario del desarrollo .
[5]: N. de T.: todos los intentos de traducir la palabra inglesa disembedding, a la cual Polanyi, 1947, en su libro La Gran Transformación, ha dado el sentido específico de ruptura de la trama social tradicional que precede el surgimiento de esferas autónomas como la economía, la educación, la política, la religión. La Gran Tranformación se puede leer como la historia de la progresiva desincrustación —disembedding— de la esfera económica de la trama común de las relaciones sociales.
[6]: N. de T.: el sistema, se dice entonces, es interactivo.
[7]: N. de T.: lo que el autor dice de su idioma, lo podemos decir del nuestro. En una nota, indica que ha tratado de evitar la palabra neerlandesa technologie cada vez que Ellul no la usaba en francés en el mismo contexto. La palabra techniek (tecnica) designa un modo de hacer las cosas, del griego technè; mientras technologie (tecnología) significa literalmente discurso sobre la technique. La dificultad estriba en parte en queEllul, desde La technique ou l’enjeu du siècle, llama technique a mucho más que «un modo de hacer». Para él la Technique es un conjunto integrado, un sistema de procedimientos racionales orientados hacia la eficiencia. Es, en este sentido, «la apuesta del siglo XX».
Menos estricto que Tijmes en mi traducción, he escrito tecnología en vez de Técnica cada vez que el uso español hacia parecer esta última palabra extraña. Me he permitido escribir Technique o Técnica con mayúscula cada vez que he querido insistir en que me refería expresamente a lo que Ellul llama la Technique.
[8]: N. de T.: en neerlandés se dice bagatelizeren, bagatelizar.
[9]: Un ejemplo es el debate sobre el cambio climático en el cual se niega que su causa mayor son todos aquellos que usan coches. ¡Automovilistas dormilones de todos los países, despierten!
[10]: N. de T.: …o insidioso.
[11]: N. de T.: la palabra significa rompedor de máquinas, del nombre del mítico Thomas Ludd, un tejedor artesanal del cual se dice que, alrededor de 1750, rompió algunos de los primeros telares mecánicos. Incendiar o rayar los coches estacionados en las banquetas sería un acto de luddismo. Desinflar sus llantas en cambio es un acto de coraje cívico.
* Traducción del neerlandés: Jean Robert. Revisión: Carlos Prados y Susana Simón Tenorio.

 

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LEWIS MUMFORD
 MÁQUINAS, OBRAS DE INGENIERÍA Y “LA MÁQUINA”
Durante el último siglo la máquina automática o semi-automática ha llegado a desempeñar un gran papel en nuestra rutina diaria; y hemos llegado a atribuir al instrumento físico en sí mismo el conjunto de costumbres y métodos que lo crearon y lo acompañaron. Casi todas las discusiones sobre tecnología desde Marx en adelante han tendido a recalcar el papel desempeñado por las partes más móviles y activas de nuestro equipo industrial, y ha descuidado otros elementos igualmente críticos de nuestra herencia técnica.
¿Qué es una máquina? Excepción hecha de las máquinas sencillas de la mecánica clásica, el plano inclinado, la polea y otras más, la cuestión sigue siendo confusa. Muchos de los escritores que han discutido acerca de la edad de la máquina han tratado a ésta como si fuera un fenómeno muy reciente, y como si la tecnología artesana hubiera empleado sólo herramientas para trasformar el medio. Estos prejuicios carecen de base. Durante los tres mil últimos años, por lo menos, las máquinas han sido una parte esencial de nuestra más antigua herencia técnica. La definición de Resuleaux de una máquina se ha hecho clásica: “Una máquina es una combinación de partes resistentes dispuestas de tal manera que por sus medios las fuerzas de la naturaleza puedan ser obligadas a realizar un trabajo acompañado por ciertos movimientos determinantes’’ pero esto no nos lleva muy lejos. Su lugar se debe a su importancia como primer gran morfólogo de las máquinas, pues deja fuera la amplia clase de máquinas movidas por la fuerza humana.
Las máquinas se han desarrollado partiendo de un complejo de agentes no orgánicos para convertir la energía, para realizar un trabajo, para incrementar las capacidades mecánicas o sensorias del cuerpo del hombre o para reducir a un orden y una regularidad mensurables los procesos de la vida. El autómata es el último escalón en un proceso que empezó con el uso de una u otra parte del cuerpo humano como instrumento. En el fondo del desarrollo de los instrumentos y las máquinas está el intento de modificar el medio ambiente de tal manera que refuerce y sostenga el organismo humano; el esfuerzo es o bien aumentar la potencia de un organismo por otra parte desarmado, o fabricar fuera del cuerpo un conjunto de condiciones más favorables destinadas a mantener su equilibrio y asegurar su supervivencia. En lugar de una adaptación fisiológica al frío, como el crecimiento de los pelos o el hábito de la hibernación, se produce una adaptación ambiental, como la que se hizo posible con el uso de vestidos o la construcción de abrigos.
La distinción esencial entre una máquina y una herramienta reside en el grado de independencia, en el manejo de la habilidad y de la fuerza motriz del operador: la herramienta se presta por sí misma a la manipulación, la máquina a la acción automática. El grado de complejidad no tiene importancia: pues, usando la herramienta, la mano y el ojo humanos realizan acciones complicadas, que son el equivalente, en función, de una máquina muy perfeccionada; mientras que, por otro lado, existen máquinas sumamente efectivas, como el martinete, que realizan trabajos muy sencillos, con la ayuda de un mecanismo relativamente simple. La diferencia entre las herramientas y las máquinas reside principalmente en el grado de automatismo que han alcanzado; el hábil usuario de una herramienta se hace más seguro y más automático, dicho brevemente, más mecánico, a medida que sus movimientos voluntarios se convierten en reflejos, y por otra parte, incluso en las máquinas más automáticas, debe intervenir en alguna parte, al principio y al final del proceso, primero en el proyecto original, y para terminar en la destreza para superar defectos y efectuar reparaciones, la participación consciente de un agente humano.
Además, entre la herramienta y la máquina se sitúa otra clase de objetos, la máquina herramienta: aquí, en el torno o en la perforadora, tenemos la precisión de la máquina más perfecta unida al servicio experto del trabajador. Cuando se añade a este complejo mecánico una fuente externa de energía, la línea divisoria resulta aún más difícil de establecer. En general, la máquina acentúa la especialización de la función en tanto que la herramienta indica flexibilidad: una cepilladora mecánica realiza solamente una operación, mientras que un cuchillo puede usarse para alisar madera, para grabarla, para partirla, para forzar una cerradura, o para apretar un tornillo. La máquina automática es, pues, un tipo de adaptación muy especializada; comprende la noción de una fuerza externa de energía, una relación recíproca más o menos complicada de las partes y una especie de actividad limitada. Desde el principio la máquina fue como un organismo menor proyectado para realizar tan sólo un conjunto de funciones.
Junto con estos elementos dinámicos en la tecnología hay otros, más estáticos en cuanto al carácter, pero igualmente importantes en cuanto a sus funciones. Mientras el desarrollo de las máquinas es el hecho técnico más patente de los últimos mil años, la máquina, bajo la forma de la perforadora de fuego o del torno del alfarero, ha existido desde por lo menos los tiempos neolíticos. Durante el período más antiguo, algunas de las adaptaciones más efectivas del ambiente vinieron, no del invento de las máquinas, sino del invento igualmente admirable de utensilios, aparatos y obras. El cesto y la marmita corresponden a los primeros, la cuba para teñir y el horno de ladrillos a los segundos, y los embalses y acueductos, las carreteras y los edificios a los terceros. El período moderno nos ha dado finalmente las obras de energía, como el ferrocarril o la línea de transmisión eléctrica, que funcionan solamente mediante la operación de maquinaria de energía. En tanto las herramientas y las máquinas transforman el medio ambiente cambiando la forma y la situación de los objetos, los utensilios y los aparatos han sido utilizados para efectuar transformaciones químicas igualmente necesarias. El curtido, la fabricación de cerveza, la destilación, el teñido han sido tan importantes en el desarrollo técnico del hombre como forjar o tejer. Pero la mayor parte de estos procedimientos se mantuvieron en su estado tradicional hasta la mitad del siglo XIX, y sólo desde entonces es cuando han sido influidos en un grado más amplio por el mismo juego de fuerzas científicas, y de intereses humanos que estaban perfeccionando la moderna máquina de energía.
En la serie de objetos desde los utensilios a las obras existe la misma relación entre el hombre que trabaja y el procedimiento que uno observa en la serie entre herramientas y máquinas automáticas: diferencias en el grado de especialización, y el grado de impersonalidad. Pero como la atención de la gente se dirige más fácilmente hacia las partes más ruidosas y activas del medio ambiente, el papel de las obras y de los aparatos se han descuidado en la mayor parte de las discusiones sobre la máquina, o lo que es en casi peor, dichos instrumentos técnicos han sido todos ellos torpemente agrupados como máquinas. El punto que hay que recordar es que ambos han desempeñado una parte enorme en el desarrollo del medio ambiente moderno; y en ninguna etapa de la historia pueden separarse los dos medios de adaptación. Todo complejo tecnológico incluye a ambos: y no menos el nuestro moderno.
Cuando use la palabra máquina de aquí en adelante me referiré a objetos específicos como la prensa de imprimir o el telar mecánico. Cuando use el término “la máquina” me referiré como una referencia abreviada a todo el complejo tecnológico. Este abarcará el conocimiento, las pericias, y las artes derivadas de la industria o implicadas en la nueva técnica, e incluirá varias formas de herramientas, aparatos y obras así como máquinas propiamente dichas.
 EL MONASTERIO Y EL RELOJ
¿Dónde tomó forma por primera vez la máquina en la civilización moderna? Hubo claramente más de un punto de origen. Nuestra civilización representa la convergencia de numerosos hábitos, ideas y modos de vida, así como instrumentos técnicos; y algunos de éstos fueron, al principio, opuestos directamente a la civilización que ayudó a crear. Pero la primera manifestación del orden nuevo tuvo lugar en el cuadro general del mundo: durante los siete primeros siglos de la existencia de la máquina las categorías de tiempo y espacio experimentaron un cambio extraordinario, y ningún aspecto de la vida quedó sin ser tocado por esta transformación. La aplicación de métodos cuantitativos de pensamiento al estudio de la naturaleza tuvo su primera manifestación en la medida regular del tiempo; y el nuevo concepto mecánico del tiempo surgió en parte de la rutina del monasterio. Alfred Whithead ha recalcado la importancia de la creencia escolástica en un universo ordenado por Dios como uno de los fundamentos de la física moderna: pero detrás de esta creencia estaba la presencia del orden en las instituciones de la Iglesia misma.
Las técnicas del mundo antiguo pasaron de Constantinopla y Bagdad a Sicilia y Córdoba: de ahí la dirección tomada por Salerno en los adelantos científicos y médicos de la Edad Media. Fue, sin embargo, en los monasterios de Occidente en donde el deseo de orden y poder, distintos de los expresados por la dominación militar de los hombres más débiles, se manifestó por primera vez después de la larga incertidumbre y sangrienta confusión que acompañó al derrumbamiento del
Imperio Romano. Dentro de los muros del monasterio estaba lo sagrado: bajo la regla de la orden quedaban fuera la sorpresa y la duda, el capricho y la irregularidad. Opuesta a las fluctuaciones erráticas y a los latidos de la vida mundana se hallaba la férrea disciplina de la regla. Benito añadió un séptimo período a las devociones del día, y en el siglo VII, por una bula del papa Sabiniano, se decretó que las campanas del monasterio se tocaran siete veces en las veinticuatro horas. Estas divisiones del día se conocieron con el nombre de horas canónicas, haciéndose necesario encontrar un medio para contabilizarlas y asegurar su repetición regular.
Según una leyenda hoy desacreditada, el primer reloj mecánico moderno, que funcionaba con pesas, fue inventado por el monje Gerberto que fue después el papa Silvestre II, casi al final del siglo X.
Este reloj debió ser probablemente un reloj de agua, uno de esos legados del mundo antiguo conservado directamente desde tiempos de los romanos, como la rueda hidráulica misma, o llegado nuevamente a Occidente a través de los árabes. Pero la leyenda, como ocurre tan a menudo, es correcta en sus implicaciones y no en sus hechos. El monasterio fue base de una vida regular, y un instrumento para dar las horas a intervalos o para recordar al campanero que era hora de tocar las campanas es un producto casi inevitable de esta vida. Si el reloj mecánico no apareció hasta que las ciudades del siglo XIII exigieron una rutina metódica, el hábito del orden mismo y de la regulación formal de la sucesión del tiempo, se había convertido en una segunda naturaleza en el monasterio. Coulton está de acuerdo con Sombart en considerar a los Benedictinos, la gran orden trabajadora, como quizá los fundadores originales del capitalismo moderno: su regla indudablemente le arrancó la maldición al trabajo y sus enérgicas empresas de ingeniería quizá le hayan robado incluso a la guerra algo de su hechizo. Así pues no estamos exagerando los hechos cuando sugerimos que los monasterios -en un momento determinado hubo 40.000 hombres bajo la regla benedictina- ayudaron a dar a la empresa humana el latido y el ritmo regulares colectivos de la máquina; pues el reloj no es simplemente un medio para mantener las huellas de las horas, sino también para la sincronización de las acciones de los hombres.
¿Se debió al deseo colectivo cristiano de proveer a la felicidad de las almas en la eternidad mediante plegarias y devociones regulares el que se apoderase de las mentes de los hombres el medir el tiempo y las costumbres de la orden temporal; costumbres de las que la civilización capitalista poco después daría buena cuenta? Quizá debamos aceptar la ironía de esta paradoja. En todo caso, hacia el siglo XIII existen claros registros de relojes mecánicos, y hacia 1370 Heinrich von Wyck había construido en Paris un reloj “moderno” bien proyectado. Entretanto habían aparecido los relojes de las torres, y estos relojes nuevos, si bien no tenían hasta el siglo XIV una esfera y una manecilla que transformaran un movimiento del tiempo en un movimiento en el espacio, de todas maneras sonaban las horas. Las nubes que podían paralizar el reloj de sol, el hielo que podía detener el reloj de agua de una noche de invierno, no eran ya obstáculos para medir el tiempo: verano o invierno, de día o de noche, se daba uno cuenta del rítmico sonar del reloj. El instrumento pronto se extendió fuera del monasterio; y el sonido regular de las campanas trajo una nueva regularidad a la vida del trabajador y del comerciante. Las campanas del reloj de la torre casi determinaban la existencia urbana. La medición del tiempo pasó al servicio del tiempo, al recuento del tiempo y al racionamiento del tiempo. Al ocurrir esto, la eternidad dejó poco a poco de servir como medida y foco de las acciones humanas.
El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj es a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy ninguna máquina es tan omnipresente. Aquí, en el origen mismo de la técnica moderna, apareció profética-mente la máquina automática precisa que, sólo después de siglos de ulteriores esfuerzos, iba también a probar la perfección de esta técnica en todos los sectores de la actividad industrial. Hubo máquinas, movidas por la energía no humana, como el molino hidráulico, antes del reloj; y hubo también diversos tipos de autómatas, que asombraron al pueblo en el templo, o para agradar a la ociosa fantasía de algún califa musulmán: encontramos las ilustradas en Herón y en AlJazari. Pero ahora teníamos una nueva especie de máquina, en la que la fuente de energía y la transmisión eran de tal naturaleza que aseguraban el flujo regular de la energía en los trabajos y hacían posible la producción regular y productos estandarizados. En su relación con cantidades determinables de energía, con la estandarización, con la acción automática, y finalmente con su propio producto especial, el tiempo exacto, el reloj ha sido la máquina principal en la técnica moderna: y en cada período a seguido a la cabeza: marca una perfección hacia la cual aspiran otras máquinas. Además, el reloj, sirvió de modelos para otras muchas especies de mecanismo, y el análisis del movimiento necesario para su perfeccionamiento así como los distintos tipos de engranaje y de transmisión que se crearon, contribuyeron al éxito de muy diferentes clases de máquinas. Los forjadores podrían haber repujado miles de armaduras o de cañones de hierro, los carreteros podrían haber fabricado miles de ruedas hidráulicas o de burdos engranajes, sin haber inventado ninguno de los tipos especiales de movimiento perfeccionados en el reloj, y sin nada de la precisión de medida y finura de articulación que produjeron finalmente el exacto cronómetro del siglo XVIII.
El reloj, además es una máquina productora de energía cuyo “producto” es segundos y minutos: por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y ayuda a crear la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables: el mundo especial de la ciencia. Existe relativamente poco fundamento para esta creencia en la común experiencia humana: a lo largo del año, los días son de duración desigual, y la relación entre el día y la noche no solamente cambia continuamente, sino que un pequeño viaje del Este al Oeste cambia el tiempo astronómico en un cierto número de minutos. En términos del organismo humano mismo, el tiempo mecánico es aún más extraño: en tanto la vida humana tiene sus propias regularidades, el latir del pulso, el respirar de los pulmones, éstas cambian de hora en hora según el estado de espíritu y la acción, y en el más largo lapso de los días, el tiempo no se mide por el calendario sino por los acontecimientos que los llenan. El pastor mide según el tiempo que la oveja pare un cordero; el agricultor mide a partir del día de la siembra o pensando en el de la cosecha: si el crecimiento tiene su propia duración y regularidades, detrás de éstas no hay simplemente materia y movimiento, sino los hechos del desarrollo: en breve, historia. Y mientras el tiempo mecánico está formado por una sucesión de instantes matemáticamente aislados, el tiempo orgánico -lo que Bergson llama duración- es cumulativo en sus efectos. Aunque el tiempo mecánico puede, en cierto sentido, acelerar o ir hacia atrás, como las manecillas de un reloj o las imágenes de una película, el tiempo orgánico se mueve sólo en una dirección -a través del ciclo del nacimiento, el crecimiento, el desarrollo, decadencia y muerte-, y el pasado que ya ha muerto sigue presente en el futuro que aún ha de nacer.
Alrededor de 1345, según Thorndike, la división de las horas en sesenta minutos y de los minutos en sesenta segundos se hizo corriente. Fue este marco abstracto del tiempo dividido el que se hizo cada vez más el punto de referencia tanto para la acción como para el pensamiento, y un esfuerzo para llegar a la precisión en este aspecto, la exploración astronómica del cielo concentró más aún la atención sobre los movimientos regulares e implacables de los astros a través del espacio. A principios del siglo XVI, se cree que un joven mecánico de Nuremberg, Peter Henlein, inventó “relojes con muchas ruedas con pequeños pedazos de hierro” y a finales del siglo el relojito doméstico había sido introducido en Inglaterra y en Holanda. Como ocurrió con el automóvil y con el avión, las clases más ricas fueron las que adoptaron primero el nuevo mecanismo y lo popularizaron: en parte porque sólo ellas podían permitírselo, en parte porque la nueva burguesía fue la primera en descubrir que, como Franklin dijo más tarde, “el tiempo es oro”. Ser tan regular “como un reloj” fue el ideal burgués, y el poseer un reloj fue durante mucho tiempo un inequívoco signo de éxito. El ritmo creciente de la civilización llevó a la exigencia de mayor poder: y a su vez el poder aceleró el ritmo.
Ahora bien, la ordenada vida puntual que primeramente tomó forma en los monasterios no es connatural a la humanidad, aunque hoy los pueblos occidentales están tan completamente reglamentados por el reloj que constituye una “segunda naturaleza”, considerando su observancia como un hecho natural. Muchas civilizaciones orientales han florecido teniendo poca cuenta del tiempo: los indios han sido en realidad tan indiferentes al tiempo que les falta incluso una auténtica cronología de los años. Todavía ayer, en el centro de las industrializaciones de la Rusia soviética, apareció una sociedad para fomentar el uso de relojes y hacer la propaganda de los beneficios de la puntualidad. La popularización del registro del tiempo, que siguió a la producción sistemática del reloj barato, primeramente en Ginebra, después en Estados Unidos, hacia mitad del siglo pasado, fue esencial para un sistema bien articulado de transporte y de producción.
La medición del tiempo fue primeramente atributo peculiar de la música: dio valor industrial a la canción del taller o al abatir rítmico o a la saloma de los marinos halando una cuerda. Pero el efecto del reloj mecánico es más penetrante y estricto: preside todo el día desde el amanecer hasta la hora del descanso. Cuando se considera el día como un lapso abstracto de tiempo, no se va uno a la cama con las gallinas en una noche de invierno: uno inventa pábilos, chimeneas, lámparas, luces de gas, lámparas eléctricas, de manera aprovechar todas las personas que pertenecen al día. Cuando se considera el tiempo, no como una sucesión de experiencias, sino como una colección de horas, minutos y segundos, aparecen los hábitos de acrecentar y ahorrar el tiempo. El tiempo cobra el carácter de un espacio cerrado: puede dividirse, puede llenarse, puede incluso dilatarse mediante el invento de instrumentos que ahorran el tiempo.
El tiempo abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de la existencia. Las mismas funciones orgánicas se regularon por él: se comió, no al sentir hambre, sino impulsado por el reloj. Se durmió, no al sentirse cansado, sino cuando el reloj nos exigió. Una conciencia generalizada del tiempo acompañó el empleo más extenso de los relojes. Al disociar el tiempo de las secuencias orgánicas, se hizo más fácil para los hombres del renacimiento satisfacer la fantasía de revivir el pasado clásico o los esplendores de la antigua civilización de Roma. El culto de la historia, apareciendo primero en el ritual diario, se abstrajo finalmente como una disciplina especial. En el siglo XVII hicieron su aparición el periodismo y la literatura periódica; incluso en el vestir, siguiendo la guía de Venecia como centro de la moda, la gente cambió la moda cada año en vez de cada generación.
No puede sobreestimarse el provecho en eficiencia mecánica gracias a la coordinación y la estrecha articulación de los acontecimientos del día. Si bien este incremento no puede medirse sencillamente en caballos de fuerza, sólo tiene uno que imaginar su ausencia hoy para preveer la rápida desorganización y el eventual colapso de toda nuestra sociedad. El moderno sistema industrial podría prescindir del carbón, del hierro y del vapor más fácilmente que del reloj.
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Lewis Mumford (Flushing, Queens, ciudad de Nueva York, 19 de octubre de 1895 – 26 de enero de 1990, Amenia, estado de Nueva York). Sociólogo, historiador, filósofo de la tecnociencia, filólogo y urbanista estadounidense. Se ocupó sobre todo, con una visión histórica y regionalista, de la técnica, la ciudad y el territorio. Destacan en particular sus análisis sobre utopía y ciudad Jardín, aunque tienen mayor resonancia sus obras interdisciplinares, así El mito de la máquina.
Mumford pertenece a ese género de intelectuales que nunca acabó una carrera universitaria y que, además, siempre mostró una postura crítica con la formación oficial, en particular, y con cualquier institución estatal, en general.
Dotado de una vocación autodidacta realmente voraz, Mumford comenzó siendo un crítico de arquitectura y urbanismo, y escribió múltiples libros y artículos sobre dicho tema a lo largo de su dilatada vida. La historia de las utopías, 1922 y Sticks and Stones, 1924, fueron sus primeras obras relevantes en dicho campo, y le supusieron fama inmediata entre toda una generación de arquitectos europeos revolucionarios (Gropius, Mendelsohn…) a quienes sorprendió tanto su juventud como su visión crítica.
No mucho después, Frank Lloyd Wright, acaso el más influyente de los arquitectos norteamericanos de principios del siglo XX, se pondría en contacto con Mumford, ya que éste había expresado en numerosas ocasiones que “sólo Frank Lloyd Wright puede salvar a la humanidad del caos urbanístico al que se aproxima, de un urbanismo mecánico, frígido, aséptico, inhumano”.
Durante décadas, estos dos grandes mantendrían una apasionada relación vía epistolar, en la que Mumford siempre se mantuvo distante, ofreciendo a veces críticas positivas y otras realmente destructivas. Más de una de las depresiones de Wright fueron causadas por la dureza de Mumford: éste era visto por Wright como una especie de padre espiritual, pese a que Mumford era bastante más joven. Dichas cartas fueron publicadas en la obra Wright and Mumford. Thirty years of correspondence, 1999.
Aunque destaque sus análisis sobre la utopía y la ciudad Jardín, sus obras más resonantes, sin embargo, pertenecen a un género interdisciplinar y erudito realmente único en el siglo XX, dónde se dan cita ciencia, tecnología, religión, psicología (psicoanálisis en particular), arte, antropología, estética o biología entre otras. Esto es especialmente evidente en su gran obra final, El mito de la máquina, quizás la última gran obra humanista y totalista del su centuria.
No en vano, Lewis Mumford ha sido tildado de “último humanista del siglo XX” y “erudito entre los eruditos”, si bien su humanismo forma parte de una intensa crítica y renovación de un término que él mismo consideraba caduco en su centuria. Curiosamente, y pese a las admiraciones que suscitó en vida por parte de artistas, políticos, intelectuales, poetas o psicoanalistas, fue un autor bastante olvidado en las décadas finales del siglo XX. Él mismo advirtió que su obra sería relegada al olvido porque causaría humillación y malestar a todo aquél hiperespecialista que intentara leer cualquiera de sus libros o artículos. En ciertos círculos de estudiosos de la arquitectura y el urbanismo siguió siendo obligatorio el conocimiento de este autor. Pero afortunadamente su obra se está recuperando en el siglo XXI en España: y hoy circulan —además de Técnica y civilización—, El mito de la máquina. Técnica y evolución humana y El pentágono del poder, así comoLa ciudad en la historia. Sus orígenes, transformaciones y perspectivas, libro recuperado en 2012.
La ciudad en la historia, aparecida en 1961, es su obra más relevante en el campo “urbanístico”, pero se trata más bien de una obra realmente extensa repartida en dos densas partes donde propone una visión de la ciudad como un organismo vivo. Dicho organismo, con su estética, edificios, funciones, política o sociología sólo puede ser comprendida, según Mumford, desde la óptica del filósofo generalista. Por ello, Mumford despliega toda una serie de conocimientos reflexivos y críticos, mezclando historia, filosofía, religión, política, jurisprudencia con arquitectura.
Este proyecto resulta revolucionario no sólo en lo que el título propone, sino en la multitud de tesis particulares introductorias que ponen en duda teorías económicas, históricas y antropológicas consideradas todavía hoy canónicas. Si bien puede ser considerada su obra más influyente (mas no la mejor), los historiadores del urbanismo sólo parecen haber tomado sus secciones más descriptivas, mostrando que la profecía de Mumford (que su obra sería relegada al olvido por su pluralismo nada unidireccional) era verosímil.
Otro notable historiador del urbanismo, A.E.J. Morris, realizó una obra meramente descriptiva y formalista (Historia de la forma urbana) que, aun teniendo en cuenta la línea cronológica básica expuesta por Mumford, olvidaba la principal lección: solo una visión holística desentraña la parte cognoscible de la historia del urbanismo. Cabe destacar que el estilo literario empleado por Mumford en la redacción de esta obra resulta sumamente poético y elegante. Por ello, a veces puede parecer, gratamente, una especie de “ensayo novelesco”.
Pero retrocedamos en el tiempo. A partir del 1934 se ocupó extensivamente de la cultura de las máquinas. En general, el trabajo de Mumford es abundante y exhaustivo, cubre todo tipo de información histórica, y pone en relación las diversas civilizaciones (Asia, Egipto, precolombinas, Occidente en sus distintas fases).
Dentro del enfoque macroestructuralista, se ocupó de cómo determinadas invenciones tecnológicas transformaron radicalmente la sociedad, como es el caso del reloj, que influirá en trabajos posteriores como el de David Landes, Revolución en el tiempo, de 1987.
Técnica y Civilización (1934) -que se tradujo en Buenos Aires, en 1945, lo que facilitó la versión del resto de su obra- es seguramente su obra más representativa y reeditada. Ahí propone quizás su noción más célebre: la “megamáquina”. Con ella describe cómo en el antiguo Egipto, la construcción de las pirámides supuso poner en marcha, además de habilidades constructivas, toda una compleja burocracia organizativa del trabajo. La Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la bomba atómica son ejemplos de esa megamáquina en nuestro tiempo. Mumford consideraba que esta megamáquina encierra grandes peligros y es destructiva y escapa al control de los seres humanos. Su visión pesimista de la tecnología se ha extendido a autores como L. Winner.
Mumford no abogaba por un rechazo a la tecnología sino por la separación entre tecnologías “democráticas”, que son aquellas que están acorde con la naturaleza humana, y tecnologías “autoritarias”, las que son tecnologías en pugna, a veces violenta, contra los valores humanos. Por lo que sostiene la búsqueda una tecnología elaborada sobre los patrones de la vida humana y una economía biotécnica.
Su punto de vista está muy relacionado con la forma de concebir las relaciones humanas y urbanas planteada por los anarquistas clásicos (Kropotkin, desde el pensamiento social o Howard, desde el urbanístico, con su idea de “ciudad jardín” por ejemplo), pero también de los urbanistas canónicos más importantes y clásicos del siglo XX, como Le Corbusier.
Munford también colaboró en la reforma de las new towns inglesas, afrontando la función simbólica y la expresión artística en la vida del hombre. Se le ha relacionado culturalmente con autores como: Patrick Geddes, Ebenezer Howard, Henry Wright, Raymond Unwyn, Barry Parker, Patrick Abercrombie, Matthew Nowicki.
Otros libros relacionados:
El mito de la máquina (2 tomos) – Lewis Mumford
La ciudad en la historia. Sus orígenes, transformaciones y perspectivas – Lewis Mumford
Historia de la técnica. Del descubrimiento del fuego a la conquista del espacio – Carl von Klinckowstroem
Los nuevos poseidos – Jacques Ellul
Cultura y cambio tecnológico: el MIT – Rosalind Williams
Perspectivas de la revolución de los computadores – Zenon W. Pylyshyn (selección y cometarios)
Historia del automóvil – Ilya Ehrenburg
El joven Einstein. El advenimiento de la relatividad – Lewis Pyenson
La obsolescencia del hombre. Vol. I: Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial. Vol. II: Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial – Günther Anders
Autoridad, libertad y maquinaria automática en la primera modernidad europea – Otto Mayr
El libro del reloj de arena – Ernst Jünger

 

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Muerte y vida de las grandes ciudades – Jane Jacobs

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Estado: nuevo.

Editorial: Capitán Swing.

Precio: $350.

Cincuenta años después de su publicación, Muerte y vida de las grandes ciudades es, según el New York Times, «probablemente el libro más influyente en la historia de la planificación urbana». Jane Jacobs, columnista y crítica de arquitectura de principios de los años sesenta, afirmaba que la diversidad y la vitalidad de las ciudades estaban siendo destruidas por algunos arquitectos y urbanistas muy influyentes.
Popular no sólo entre profesionales, el libro es una fuerte crítica de las políticas de renovación urbanística de los años cincuenta, que destruían comunidades y creaban espacios urbanos aislados y antinaturales. Jacobs defiende la abolición de los reglamentos de ordenación territorial y el restablecimiento de mercados libres de tierra, lo que daría como resultado barrios densos y de uso mixto. Frecuentemente cita el Greenwich Village neoyorkino como ejemplo de una comunidad urbana dinámica. Riguroso, lúcido y deliciosamente epigramático, Muerte y vida es un programa para la gestión humanista de las ciudades. Sensato, documentado, ameno e indispensable.
Jane Jacobs, Scranton, 1916 – Toronto, 2006. Divulgadora científica, teórica del urbanismo y activista político-social, su obra más influyente fue Muerte y vida de las grandes ciudades (1961), en la que critica duramente las prácticas de renovación urbana de los años cincuenta en EE.UU., cuyos planificadores asumieron modelos esquemáticos ideales que condujeron a la destrucción del espacio público. Con métodos científicos innovadores e interdisciplinares, Jacobs identificaba las causas de la violencia en lo cotidiano de la vida urbana, según estuviera sujeta al abandono o, por el contrario, a la seguridad y calidad de vida.
Paralelamente, la autora destacó por su activismo en la organización de movimientos sociales autodefinidos como espontáneos (grassroots), encaminados a paralizar los proyectos urbanísticos que entendía que destruían las comunidades locales. Primero en EE.UU., donde consiguió la cancelación del Lower Manhattan Expressway; y posteriormente en Canadá, a donde emigró en 1968 y donde consiguió la cancelación del Spadina Expressway y la red de autopistas que pretendían construirse.
***
La contraria del pueblo
Lista para cumplir 90 años en mayo, Jane Jacobs ha sido una de las fuerzas capitales en el debate sobre el desarrollo de las ciudades, sin duda un tema crucial para un país del Tercer Mundo como Colombia, por no hablar del futuro del mundo civilizado. Cuando ella irrumpió en la discusión, tanto en el mun­do académico como entre los planificadores urbanos y los políticos en el poder predominaba casi sin oposición una “sabiduría” de muy altos pergaminos modernistas, desarrollada por Le Corbusier, por los arquitectos de la Bauhaus, Mies van der Rohe y Walter Gropius; por los marxistas amigos de la planificación centralizada y por los interesados en la construcción de grandes proyectos urbanos. Pese a las obvias contradicciones que había entre estos grupos, todos ellos pretendían arrasar con el pasado de las ciudades para construir, cada uno según su fantasía y de acuerdo con un modelo de autoridad, un futuro que debía ser luminoso y perfecto. Hoy ya sabemos que de ahí surgieron, entre otras cosas, la elegante pero solitaria Brasilia, los famosos hlm (habitación con arriendo barato) que están en la Francia actual en el epicentro de un agudo conflicto social, racial y religioso, el extenso sistema vial que puede verse alrededor de las grandes metrópolis del Primer Mundo y los tristemente célebres conjuntos cerrados de nuestras ciudades. Jane Jacobs estaba contra todo eso, de ahí que su libro más famoso, The Death and Life of American Cities, publicado en 1961, empiece con la siguiente frase: “Este libro es un ataque contra los métodos actuales de planeación urbana y de reconstrucción…”.
El paso de Jane Jacobs por las universidades fue muy raudo, pero esta penuria académica personal paradójicamente la tiene ahora en el centro de los debates sobre urbanismo. Lo que pasa es que su libro no partía de la especulación utópica o nihilista. En años anteriores, la señora Jacobs había sido una activista furibunda que, por ejemplo, animó el movimiento que se oponía al proyecto de pasar un gran express way por la mitad del Greenwich Village en Nueva York. Sobra decir que el movimiento triunfó y que por eso existe hoy y es famosa (y muy costosa) esta zona de la ciudad. Quizá sus pergaminos universitarios también hayan tenido un florecimiento difícil porque ella ha sido toda la vida reacia a las grandes abstracciones, optando mejor por referirse a la importancia de los detalles concretos. Por ejemplo, Jane Jacobs no haría en ningún caso un gran tratado sobre las generalidades del tráfico automotor en las ciudades, pero sí explica en su último libro por qué las calles de un solo sentido complican el tráfico, en vez de aliviarlo.
Su ideal en últimas consiste en una dosis de lo que los colombianos llamaríamos “despelote”, sumada a unas pocas regulaciones básicas, ojalá inteligentes y cambiantes, cuyo propósito no puede nunca ser controlar el resultado final, el cual debe depender de lo que quiera la gente que ha de habitar los espacios urbanos que se construyen. ¿Su trayectoria ha sido de izquierda o de derecha? Como se dice por ahí, ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. ¿Anarquista quizá? No, sólo que los mandatos que propone no se derivan de viejas utopías librescas, sino de la observación detallada de la realidad.
En síntesis, Jane Jacobs ha sido la muy necesaria Contraria del Pueblo de la que habla nuestra mitología.
La entrevista que sigue ha sido confeccionada por El Malpen­sante a partir de las varias que se consiguen en inglés, cuyas referencias presentamos al final para los interesados en el tema.
¿Cómo empezó a escribir acerca de las ciudades y lo que hace que funcionen?
Explico todo eso en la introducción a The Death and Life of Great American Cities [Muerte y vida de las grandes ciudades americanas]. En resumen: yo trabajaba para una revista de arquitectura y me sentía consternada por lo poco realistas que eran los planes de desarrollo sobre los cuales escribía. Me daba cuenta de que en realidad no creaban zonas urbanas muy magnéticas o atractivas; la gente parecía rehuirlas en vez de disfrutarlas.
¿Qué acogida tuvo el libro cuando se publicó? Tengo entendido que al principio los profesionales lo consideraron negativamente.
Pues sí, tuvo dos clases de acogidas sorprendentemente distintas: una muy buena recepción del público y una reticente aceptación de los profesionales. Los urbanistas lo aborrecieron. Los arquitectos, por su parte, estaban divididos.
Qué cosas han cambiado desde entonces en cuanto a su propia comprensión de los temas que allí se tratan y en cuanto a la acogida.
Bueno, en la acogida se nota una diferencia generacional. Alguien dijo que el progreso se da de funeral en funeral, y creo que eso fue lo que ocurrió, básicamente. Había un montón de urbanistas que jamás hubieran adoptado este punto de vista, pero se jubilaron; muchos de ellos murieron y una nueva generación vio el asunto con otros ojos.
Cuénteme cómo se aventuró en esa vida de intelectual pública.
Empecé escribiendo artículos de una buena vez. Más tarde, combinando mi experiencia de freelancer con las horas que había pasado observando diferentes zonas de Nueva York, escribí una serie de piezas sobre esas distintas áreas, y Vogue las compró. Hablaba de sitios como el distrito de los peleteros, y así. Ya ve, ellas tenían algo que ver con las cosas que presumiblemente interesaban a los lectores deVogue… aunque yo no sabía para quién las escribía.
¿Usted no había ido a la universidad?
No quise seguir estudiando después de terminar el bachillerato. Estaba feliz de haber salido.
¿Era una alborotadora?
Sí. Reventaba bolsas de papel en el comedor y hacía explosiones y me mandaban adonde el director, cosas por el estilo. Pero en realidad no era una persona problemática. No era destructiva en absoluto, sino más bien traviesa.
¿Fue alguna vez Greenwich Village un mal vecindario, antes de haber nacido usted?
El distrito de Greenwich Village es bastante grande. Estaba la parte sur, que era muy italiana y antes de eso más que todo irlandesa, creo. Carmine Street, etcétera. Eso se consideraba malo. Sullivan Street, que hoy es tan chic. La recuerdo repleta de niños pobres y casas de vecinos, así que me figuro que se consideraba mala. Y, por supuesto, el West Village se consideraba malo. Afortunadamente no lo sabíamos cuando nos mudamos allí, pero en los años treinta estaba chuleado para la demolición.
Seguramente usted ya tenía noticia de la “ciudad radiante” de Le Corbusier y de algunos de los proyectos de la Bauhaus. A esas alturas Gropius ya se había instalado en Harvard y Mies van der Rohe…
Me daba rabia lo que estaba pasando y lo que veía que estaba pasando. No me hacía abstracciones sobre la cultura americana. Mientras tanto había cursado un par de años en Columbia, pero no había tomado cursos de Cultura Americana. Asistí por un tiempo a uno de Sociología y me pareció tontísimo. Pero pasé ratos maravillosos con varios cursos de ciencias y otras materias que tomé. Y siempre he estado agradecida por lo que aprendí en ese par de años.
¿Estaba molesta con la cultura americana? ¿O con la cultura del diseño de las ciudades? ¿O con Robert Moses? ¿Era una mezcla de esas cosas? ¿Era la Bauhaus? ¿Qué era lo que la exasperaba en esos días?
Bueno, lo que me exasperaba de plano era esa juerga loca de engaños y vandalismo y desperdicio que llamaban renovación urbana. Y que la hubieran adoptado como una moda y que la gente fuera tan insensata al respecto y tan deshonesta con lo que se estaba haciendo. Eso era lo que me irritaba, porque yo trabajaba para una revista de arquitectura y veía de primera mano cómo se justificaban las cosas más nocivas.
¿Por qué se mudó a Canadá?
Vinimos en protesta contra la guerra de Vietnam. Teníamos dos hijos en edad de reclutamiento. Uno de ellos era físico. Se había graduado en la universidad y lo habían aceptado para un postgrado en Física. Y por Dios que en esa época Estados Unidos estaba muy asustado con lo del Sputnik. A él tal vez lo hubieran eximido. Al otro no. Ellos hubieran preferido ir a la cárcel antes que a la guerra. Y mi esposo me dijo: “Mira, no criamos a estos muchachos para que fueran a la cárcel”. De todas maneras la guerra no nos gustaba. Simpatizábamos con sus opositores. Así que decidimos venir a este país. Sencillamente, no estamos hechos para ser ciudadanos de un imperio. Y nos gustó la vida acá y a nuestros hijos les gustó.
¿Y hoy por hoy qué pasa en Toronto?
El centro de nuestra ciudad mejora día a día. Hasta se están ampliando las aceras aquí y allá, en vez de construir más gasolinerías; ya es difícil encontrar una estación de gasolina por esos lados. Han intercalado edificios, con frecuencia muy bonitos. Actualmente hay mucha gente viviendo en el centro. Ésa fue una política muy definida de la municipalidad. Tuvimos una alcaldesa extraordinaria que se llamaba Barbara Hall. Emprendió la tarea de cambiar la zonificación y la concepción general en torno a esa idea de zona; y créame que le costó mucho trabajo educar a los de su Departamento de Urbanismo para que aceptaran esto o hicieran aquello. Sus distintas visiones fueron excelentes.
¿Cómo debería ser una ciudad?
Como ella misma. Toda ciudad tiene sus particularidades, su his-toria, su situación, etcétera. Son importantes. Una de las cosas más tristes es cuando vas a una ciudad y se parece a otras doce que has visitado. Eso carece de interés y tampoco es sincero.
Esa actitud, la de que puedes sacrificar las cosas pequeñas, las cosas jóvenes y otras muchas en aras de un gran éxito, viene de personas con el poder, el dinero o ambos para hacer lo que se les viene en gana.
¿Qué deberían hacer quienes gobiernan las ciudades para convertirlas en lugares más vivideros, más interesantes? ¿Deberían extirpar algunas de las cosas que han hecho en los últimos cincuenta años o simplemente no inmiscuirse en absoluto?
Se trata mucho menos de eliminar que de añadir, pienso yo. Por ejemplo, aquí en Toronto había dos zonas moribundas en el centro. Estaban muy bien ubicadas, pero se trataba de viejas edificaciones industriales que se estaban desocupando. Las empresas de manufacturas se mudaban adonde hubiera más espacio y el alquiler y los servicios no fueran tan caros. Un buen número de pequeñas inmobiliarias vieron que esos edificios antiguos eran ideales para convertirlos en apartamentos. La mayoría de ellos eran lofts, y ya sabemos lo populares que se han vuelto. Pero no se podía hacer nada de eso, pues la zonificación los destinaba a usos industriales. Tocaba entonces cambiar esa zonificación y permitir el uso residencial.
¿Pero no se estaría eliminando apenas una traba? Hay quienes dicen que el problema mayor es la zonificación.
Un momento, que no he terminado. De nada servía cambiar el uso asignado, porque con él venía otra cantidad de trabas. Había normas y estatutos respecto a las viviendas, en especial sobre aparcamientos. La saturación de terrenos es muy alta en esas zonas, y no se podían excavar sótanos bajo esos antiguos edificios. No se podían cumplir los requisitos de aparcamiento sin echar a perder lo que realmente era más atractivo de esas áreas y, por añadidura, excederse en los costos. Fuera como fuera, estaban bloqueados.
Barbara Hall, la alcaldesa, se propuso eliminar esas trabas. Habló con todos los que tenían interés en la zona y acordaron dar a las edificaciones esa destinación suplementaria. Pero todos se embrollaban en cuanto a la manera de hacerla práctica.
Pero bueno, ella era lista, había llegado a la conclusión de que debían eliminarse las trabas. El trabajo más duro para la alcaldesa consistió en reeducar a todo el Departamento de Urbanismo, pero lo logró. Añadieron una nueva norma, que a lo mejor no va a gustarle a usted. Pero era una adición muy importante: ninguna vieja construcción en buen estado podía ser demolida. Con eso se buscaba prevenir el deterioro ambiental y estético. Por lo demás, a excepción de los códigos de seguridad y de incendios, que valen para cualquier edificación, se eliminaron prácticamente todas las otras normas.
¿Y qué ocurrió?
La rapidez con que han vuelto a florecer y cobrar vida esas zonas es mágica, prodigiosa.
No fue cuestión de eliminar las trabas nada más. Lo que faltaba en la receta era una destinación suplementaria. No se sustituyeron todos los sitios de trabajo. Muchos de ellos no habían desaparecido, y se abrieron otros nuevos y se les permitió sumarse, proceso que continúa hasta el día de hoy. Además, hay muchas cosas que la gente que ahora vive allí, en conjunto con la que allí trabaja, puede apoyar. Lo principal que faltaba en la mezcla se añadió. El mismo principio puede aplicarse a las “comunidades dormitorio” en decadencia. Lo que allí falta son sitios de trabajo. Por eso no me gusta esa segregación entre actividades diurnas y nocturnas: no recibes los elementos adicionales que los trabajadores y los habitantes pueden aportar juntos.
Si los proyectos urbanos tienen que cobrar forma gracias a los esfuerzos de innovadores particulares, ¿qué papel desempeña el gobierno en el fomento de las condiciones para que fructifiquen?
El gobierno a menudo necesita remover obstáculos de uno u otro tipo, pero jamás destruir lo que ya existe. Ésa fue la gran tragedia de la renovación urbana, que se destruyera tanto, y muchas ciudades aún no se recuperan de ello. A Nueva York le ha tomado mucho tiempo recuperarse; Newark no lo está en absoluto, por ahora. Las ciudades se pueden destruir hasta un punto en que no hay remedio, si caen en la inercia y la torpeza.
Pero parecería que somos minoría. Son muchas las personas que se mudan a los suburbios, y las ciudades están perdiendo población.
Bueno, no todas. Las que de veras se están recuperando y más vida exhiben están ganando población. Esas cosas cambian. Si algo resulta seguro es que la vida no va a seguir igual. El victorianismo tocó a su fin de esa manera, y eso explica la destrucción posterior de tantas maravillosas construcciones de la época. Había un verdadero odio contra lo victoriano. Así y todo, había sido el non plus ultra para varias generaciones anteriores. Muchas personas son más aventureras, no quieren sólo la cultura que les transmitieron; y si les parece demasiado opresiva y dominante, se ponen realmente desagradables con ella. No creo que el cambio haya tenido lugar, aunque no puede predecirse cuándo vaya a ocurrir o qué vaya a ser.
¿Así que piensa que en algún momento habrá una reacción contra la suburbanización y la galerización comercial de Estados Unidos?
Sí, sin duda. De hecho, muchos malls están quebrando hoy en día. Quizás porque eran demasiados y porque la gente se ha aburrido de ellos. Como usted sabe, la gente se aburre; y si algo tienen en común los colegas de todas las pelambres, es que detestan el aburrimiento. Y algunos de ellos se aburren más temprano que otros.
Sé que no es muy fanática de los automóviles…
Lo malo de los autos en una avenida céntrica no son ellos per se. La verdad es que hay que tener algunos que presten servicios, repartan mercancías, etc. Lo malo son los autos por los que se sacrifica todo lo demás. ¿Y cómo se sacrifica todo lo demás? Pues bien, se hacen vías demasiado anchas, casi imposibles de cruzar. Se permite a los autos ir demasiado rápido. Se abren demasiados espacios de aparcamiento. En California, Disneylandia ofrece algunas enseñanzas al respecto. Hay tranvías y otros vehículos circulando por sus calles estrechas. Andan lentamente; es fácil cruzar las calles; los parqueaderos quedan en otra parte y no escinden los lugares de interés que las personas quieren visitar. Ésos son buenos principios para cualquier vía que pretenda servir para hacer negocios. Puede tener automóviles, pero éstos no pueden pasar a toda marcha. La calle es suya, pero no debe ser hostil a los peatones.
¿En algún momento empezó a sospechar que el automóvil podía ser más bien pernicioso?
El automóvil no se me hacía pernicioso. Lo que ocurría con las vías era lo que me parecía pernicioso: la ampliación de las vías y la tala de árboles. Y más tarde, claro, la demolición de edificaciones, de edificaciones en pie. Las destructoras para mí eran las calzadas. Tal vez sea una distinción desatinada. Pero los automóviles no chocaban con las casas y las derribaban, los automóviles no talaban los árboles, etcétera. En fin, no soy ninguna pensadora abstracta, como puede ver. El daño concreto y directo lo estaban haciendo las calzadas.
Hay comunidades enfrentadas a una opción muy real entre la urbanización y la conservación de las tierras, el agua, el paisaje y a veces hasta la salud de la gente. Si se pone la decisión en manos de la gente, de la comunidad, casi de modo inevitable optarán por los empleos y la urbanización. ¿Cómo se compagina esto con sus ideas de que si se deja en manos de la gente, la cosa resulta bien?
Tomemos por ejemplo a Oregon. Allá acudían al sitio de la tala, montaban el aserradero, cortaban todos los árboles y luego se marchaban. Entonces el pueblo se iba al suelo. Esa clase de explotación, no sólo de la madera sino de minas y de todo sitio con recursos, incluidas las granjas, cualquier cosa construida sobre ese tipo de explotación, es muy insegura. Cualquier sobreexplotación termina en desastre económico para los implicados.
De modo que hay que regular.
No, hay que hacerlo de otra manera. Con la regulación se explota, sólo que se hace más lentamente. Ésa no es la respuesta. Hay que buscar el uso sostenible de la tierra y no una simple prolongación del tiempo en que puede explotarse. La manera de hacer sostenibles los recursos pasa principalmente por la diversificación, agregando cosas que no se hayan hecho. Mire, la propia naturaleza no es simple. Es muy, muy complicada. Cualquier ecosistema es extremadamente complicado. Tan pronto tratemos de simplificarlo y explotar un elemento, o de hacer algún tipo de monocultivo, vamos a tener líos. Para tratar la naturaleza de manera armoniosa hay que reconocer su diversidad, no sólo en términos de todo el planeta sino en cualquier lugar determinado.
¿Pero quién toma las decisiones acerca de la diversificación?
No vuelves creativas a las personas diciéndoles: sean creativas. Para ellas eso de ser creativas tiene que implicar solvencia económica y ser factible, tanto para la zona en cuestión como en cuanto a lo que ellas son capaces de hacer. Sin embargo, puedes mirar qué falta. No les puedes decir simplemente a las personas: no hagan eso. Hay que decirles: oigan, ustedes son capaces de hacer esto. Hay que ser positivos, no meramente negativos. Lo malo de las regulaciones es que siempre te dicen lo que no puedes hacer. Se les puede mostrar a las personas lo que pueden hacer, pero no hay que decirles que lo hagan.
¿Qué límites tienen las regulaciones? Es posible hacer una generalización sobre lo que debemos regular?
Hay que tener cuidado de no ponerse abstractos a este respecto. Hay que considerar situaciones específicas, las cuales cambian con el tiempo. Por ejemplo, hace algunas décadas no había en Toronto un solo café al aire libre. Se habían expedido regulaciones prohibiéndolos cuando las calles estaban llenas de caballos y moscas, cuando de veras era antihigiénico vender comida en las aceras y demás. Los tiempos han cambiado, pero las normas no.
También en Toronto había poca reglamentación sobre cuántos metros cuadrados de ventanas tenía que haber por tantos metros cuadrados de piso y sobre la distancia entre una edificación y otra [lo que impedía la conversión de muchos espacios del centro de la ciudad en sitios de habitación]. Todas esas regulaciones sobre la distancia entre edificaciones, anchura de los patios, cantidad de ventanas, estaban calculadas para combatir la tu­berculosis, pues se habían expedido cuando la incidencia de esta enfermedad era tremendamente alta. Vencimos la tuberculosis por otros medios, pero las regulaciones siguieron vigentes.
¿Cuál sería, pues, la buena regulación? Para empezar, hay que saber por qué existe y cuándo deja de ser necesaria. Saber cuándo se necesita una nueva. Pero hay ciertas cosas que los gobiernos y las burocracias suelen hacer muy mal. Algunos departamentos de urbanismo han aprendido a hacer muchas cosas, pero en ocasiones no han aprendido a prescindir de las regulaciones inútiles.
Usted habla de Estados que se autoorganizan. Actualmente tenemos las tendencias encontradas de la globalización, que tiran de un lado, y las identidades nacionales, que tiran del otro.
En la naturaleza todo se autoorganiza, y gran parte de lo que hacen los seres humanos es autoorganizado. Hay toda cla­se de Estados que se autoorganizaron. Pero tan pronto se sobrepasa determinado tamaño, y yo no sé cuál es, pero sería fácil averiguarlo echando una mirada a las cerca de doscientas naciones soberanas del mundo actual… apenas se sobrepasa determinado tamaño, ya no hay ninguna autoorganización. Se llega a ese tamaño por conquista. Y eso es todo lo contrario de ser autoorganizado.
¿Qué significa ser autoorganizado?
Pues significa que no hubo ni un plan, ni una estructura de mando que dispuso y dio forma a dicha organización. Muchas de las cosas que hoy en día se hacen por mandato ya no son autoorganizadas. Empezaron siendo autoorganizadas, porque así suele funcionar la creatividad. El servicio postal, por ejemplo. Las personas se hacían llegar documentos y mensajes antes de que existieran los servicios postales.
Finalmente, cuando los sistemas habían crecido y precisaban saber quién pagaba y cuánto y cómo se enviaban los paquetes, los gobiernos acabaron absorbiéndolos y establecieron servicios postales institucionales. Pero hubo un sistema autoorganizado antes de eso. Así pasó con la legislación comercial. En el feudalismo no existía, los propios comerciantes creaban sus tribunales, les daban apoyo y acataban sus reglas. Y los instituían dondequiera que fuese conveniente para los comerciantes y propietarios de barcos. Los gobiernos asumieron todo eso cuando ya estaba establecido. Los gobiernos son muy poco inventivos. Ésa es una de las diferencias con algo que se ha autoorganizado. Crece orgánicamente, por decir así. Algunas cosas permanecen por siempre autoorganizadas y autorreguladas.
Usted ha sostenido que la elitización1 urbanística básicamente quiere decirnos algo. Explíquenos qué nos dice.
La elitización por lo general comienza en vecindarios abandonados que necesitan ciertas mejoras, que necesitan fondos frescos, ideas frescas, etcétera. Suele empezar con artistas y artesanos; no siempre, pero con bastante frecuencia. Se instalan allí y hacen que otros, en especial profesionales jóvenes, abran los ojos. La zona se pone de moda, interesante, exitosa, lo cual se debe a su diversificación. Cuando hay dinero y corren buenos tiempos, son tantas las personas que quieren estar en la movida que el asunto se convierte en una rebatiña de especulaciones, desahucios y expulsión de los antiguos habitantes a punta de precios altos.
¿Qué nos dice esto? Pensemos en términos de oferta y demanda; nos dice que la demanda en esos vecindarios es superior a la oferta y que por tal motivo la rebatiña ocurre. ¿Qué puede hacerse para incrementar la oferta? Es una lástima que tantos buenos vecindarios hayan sido arrasados por la renovación urbana y las autopistas y los estadios y toda suerte de construcciones mal ubicadas. Dicho esto, que no se haga más. Quedan otros tesoros, otras zonas valiosas en las que aún no nos hemos fijado. Hay que identificar esas áreas. Tenemos una idea bastante clara de cómo son: sitios donde la escala de las calles y edificaciones es pareja. Y donde hay una buena variedad de construcciones. La variedad cala más hondo que la decoración. Y eso vale también para los usos. Entre los vecinos tiene que haber tolerancia urbana, con personas dispuestas a tolerar diferentes estilos de vida. Cuando el carácter general de un barrio propende al hostigamiento a los gays, seguro que no es un buen candidato.
1. El término en inglés es gentrification: rehabilitación urbana para ocupación por parte de estratos más pudientes. En español también se emplea a veces el anglicismo “gentrificación” (N. del T.).
Cuando la presión por la elitización empieza, ¿qué se puede hacer?
Hay que conservar la diversidad de ingresos, de tipos de personas, de cultura, etc. Sólo la propiedad puede hacer eso; la rehabilitación de sitios y la propiedad sobre ellos sin ánimo de lucro. En lugar de construir vivienda social nueva a gran escala, basta destacar un montón de pequeños ejemplos por el estilo, algunos con artistas y otros no, para lograr mucho. Hay arquitectos muy buenos y hábiles que lo están haciendo. La clave está en expandir el trabajo hasta incluir varios vecindarios. Nadie quisiera terminar con una sola localidad exclusiva y aburrida.
Entonces, a los vecindarios que han perdido pedazos por demolición habría que remendarlos. Se podrían tomar ciertos escritos suyos e interpretar que dicen que no debería haber intervenciones del gobierno.
No. Digo con toda claridad que es importante que el gobierno dicte ciertos estándares, mas no que diga cómo darles cumplimiento. Es importante que el gobierno ejerza vigilancia. Pero hay regulaciones de toda laya. Si en algo me decepcionan los planificadores, es en que no se hayan aplicado a identificar y eliminar una cantidad de regulaciones perniciosas. Los planificadores las pusieron, así que ahora tienen la responsabilidad de quitarlas.
¿Hay en los americanos como una presunción, una autocomplacencia que sería peligrosa, cuando no estrafalaria?
Sí, se han convencido de que son los seres más afortunados de la Tierra, y de que mientras más rápido el resto del mundo imite la imagen de Estados Unidos, mejor. Todavía tengo muchos parientes y amigos en Estados Unidos. Hay mucho allá que admiro de verdad. Cuando veo que critican a Estados Unidos en el exterior, quisiera decirles todas las cosas buenas que posee. Así que no aborrezco a Estados Unidos para nada. La verdad es que vine acá por motivos positivos. Nos quedamos por motivos positivos, porque nos gustó. ¿Por qué me convertí en ciudadana canadiense? No porque repudiara ser ciudadana de Estados Unidos. Cuando me hice ciudadana canadiense no se podía tener la doble nacionalidad. Ahora sí. Así que me tocó optar por lo uno o lo otro. Pero la razón por la que me hice ciudadana canadiense es simplemente porque me parecía anormal no poder votar.
¿Ha visitado últimamente alguna ciudad del interior de Estados Unidos como Detroit, San Luis, Columbus o Indianápolis, y visto su devastación? A mí me parten el corazón. Los pueblos pequeños también fueron destruidos, si a eso vamos. En menos de cincuenta años Detroit pasó de ser algo así como la cuarta ciudad más rica del mundo a un perfecto erial. ¿Qué piensa usted sobre lo que les pasó a las ciudades estadounidenses?
Es una tragedia y, a más de eso, completamente innecesaria. En realidad nada ha cambiado. La palabrería ha cambiado, pero las normas no han cambiado, los sistemas de préstamos para esas cosas no han cambiado. La idea —y le digo que me preocupa que se llegue a difundir en el Nuevo Urbanismo—, la idea de que el shopping center es una especie de sustituto válido del centro de ciudad. Eso se ha impuesto. A los arquitectos de la presente generación les cuesta mucho pensar siquiera en términos de un centro de ciudad que sea propiedad de una diversidad de gentes, con ideas diferentes.
Me parece que el plan de vida americano, el “fiasco de los suburbios”, como lo denomina Leon Krier, está llegando a una suerte de punto límite más allá del cual sería muy difícil continuar. Tengo la teoría de que no se nos tiene que acabar la gasolina para que sitios como Houston, Phoenix, San José, Miami y Atlanta se metan en tremendos problemas. Sólo hace falta una inestabilidad crónica entre leve y moderada en los mercados mundiales del petróleo. Me parece que corremos sonámbulos hacia un desastre económico y político.
Mire, ignoro si eso pasará por culpa de los mercados mundiales del petróleo o qué. Pero sé que las cosas no van a seguir igual que ahora. La gente que trata de predecir el futuro en la línea de “más de lo que hoy existe” se equivoca siempre. No digo cómo vaya a ser. Pero no va a ser igual.
Las ciudades son instituciones que han existido por mucho tiempo, como más de mil años. En términos generales, los gobiernos nacionales no dan la talla. Tampoco las corporaciones. Llenan los requisitos, cuando mucho, las religiones y algunas universidades.
Las ciudades son unas de las cosas más duraderas que tenemos. La gente cree que son superficiales, pero no es así. Son básicas. Los sitios rurales, a los que consideramos fundamentales y básicos, son en realidad satélites de las ciudades la mayoría de las veces. Lo explico en mis libros Las ciudades y la riqueza de las naciones y La economía de las ciudades. Las ciudades con una economía sana tienen vidas muy largas. No son meras construcciones artificiales que viven de los impuestos o de los capitales. Los capitales no duran mucho.
¿Hay ciudades que se hayan contaminado hasta morir?
He leído de algunas en México que al parecer han pelado la tierra. Y algunas de la India se han arruinado por la deforestación y los subsiguientes deslizamientos de lodo y todo eso. Pero hay que advertir que las ciudades son a menudo capaces de corregir sus errores; cuando encuentras una que insiste en seguir con el mismo error y perece por eso, también quiere decir que por alguna razón ha sido incapaz de desarrollarse en forma adecuada.
Fíjese en las ciudades europeas que consiguieron superar las epidemias. No hubo un remedio rápido. Fueron necesarias muchas medidas distintas, entre ellas el control de las aguas residuales.
¿Siente usted que la creatividad huye hoy de las ciudades hacia lugares más seguros, con mejores escuelas? ¿Las personas inteligentes y creativas están abandonando las ciudades?
Nada perdura para siempre. A quienes deseen predecir tendencias puedo decirles que la única tendencia que no va a producirse es la continuación de lo que ahora está ocurriendo. Ya suba o ya baje, nada se queda igual. Por ejemplo, tenemos todos estos líos de la expansión urbana. Es muy costosa en tierras y energía, en tiempo y dinero. Y esas son buenas razones para que no perdure. Pero no es por eso que no va a perdurar. Es porque cada tantas generaciones aparece una que desprecia lo que hicieron las anteriores.
Cuando eso ocurre, la generación que experimenta este gran cambio del gusto (no encuentro un mejor término, pero es más que cuestión de gusto) se muestra totalmente inclemente con lo que hicieron sus predecesores. Construye lo que antes se tacharía de inapropiado. Demuele a su gusto, atropella a su gusto. Eso es lo que va a pasar con los suburbios actuales. Ya llegará una generación que los desprecie así no más y los trate en consecuencia y haga con ellos otra cosa. ¿Qué será lo que harán? Ni yo ni nadie lo sabe. Hoy se pueden atisbar las semillas de ciertas posibilidades en el Nuevo Urbanismo. Ya existe una repulsión contra la arquitectura moderna. Creo que otra vez podemos estar al borde mismo de uno de esos grandes cambios de gusto. Y eso siempre implica grandes cambios de función.
Usted vivió durante la mayor parte del siglo XX, y eso le debe dar una perspectiva vertiginosa de la historia contemporánea. Por ejemplo, presenció prácticamente todo el auge del automóvil, desde sus días de espléndida promesa antes de la Segunda Guerra Mundial hasta su completa devastación del paisaje rural y urbano de Estados Unidos. ¿Podría decirnos cómo evolucionó su visión sobre el automóvil y sus consecuencias, y si ésta ha cambiado en el transcurso de las décadas?
Bueno, en mi casa había un auto desde antes de que yo naciera. Mi padre era médico y necesitaba un automóvil para trasladarse. Una generación atrás habría sido un coche con su tiro. El automóvil era para mi padre una herramienta, tanto como su maletín. Nunca pensamos en él como un vehículo de uso múltiple. Por ejemplo, si queríamos ir al centro de la ciudad, que estaba a dos millas de donde vivíamos en Scranton, bajábamos a la esquina y tomábamos el tranvía. Nunca nos llevaban en él para aquí y para allá. Cuando el horario de mi padre coincidía con la hora de entrada de alguno de mis hermanos o del mío al colegio vecino de donde él trabajaba, entonces nos llevaba. Y de vez en cuando la familia salía de viaje. Recuerdo cuando, a mis cuatro años, íbamos rumbo a Virginia a visitar unos parientes paternos. Oh, y vi cómo podaban el césped de la Casa Blanca en esos días: en ese entonces había ovejas en el césped.
Al mirar las cosas que hoy se ven, tras tantos años de observar el mundo y cómo funciona y qué cosas cambian y cómo cambian, ¿qué le da mayores esperanzas hacia el futuro y que es lo que más le preocupa?
Quienes mayores esperanzas me dan hacia el futuro son los jóvenes. Ellos no saben lo difícil que es producir cambios o mejorar las cosas; y conviene que no sepan lo duro que es, porque tienen energía de sobra y con frecuencia idealismo de sobra, y trabajan por él. Cuando se cansan y saben cuánto esfuerzo requiere mover las cosas unos pocos centímetros, ya viene en camino otra generación. Eso es lo que más esperanza me produce. Suena trivial, pero no conozco nada más esperanzador.
¿Y qué es lo que más le preocupa, qué le inquieta, si acaso, respecto del futuro?
Supongo que las cosas que se hacen por desesperación o por odio. Cuando veo los peores errores de la planificación urbana (por citar un ejemplo, aunque creo que eso vale para cualquier actividad), me asombra que esas políticas hayan sido trazadas por personas que odiaban las ciudades. No se puede prescribir un trato decente para algo que se odia. Eso siempre saldrá mal. No se puede prescribir un trato decente para algo que causa desesperanza. Si la humanidad te llena de desesperanza, no tendrás buenas políticas para la crianza de seres humanos. Creo que para dar prescripciones la gente debe tener ideas sobre cómo mejorar las cosas, se debe concentrar en lo que ama y quiere cultivar.
Esta entrevista “imaginaria” se hizo con fragmentos de los siguientes textos: “An Interview with Jean Jacobs”, por Bill Steigerwald, en Reason, junio de 2001; The Convention Follies, Parte 5: “A Conversation with Jane Jacobs”, por Hank Bromley; “Cities and Web Economies: Interview with Jane Jacobs” por Blake Harris; “A Conversation with Jane Jacobs”, por Roberta Brandes Gratz; “Jane Jacobs interviewed by James Howard Kunstler” en Metropolis Magazine, marzo de 2001.
 Este artículo fue publicado en elmalpensante.com Nº68, febrero-marzo 2006.
Traductor: Carlos José Restrepo
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Jane Jacobs Interviewed by Jim Kunstler
For Metropolis Magazine, March 2001
September 6, 2000: Toronto Canada
Introduction
Toronto always gives me the strange sensation of being in a parallel universe, one in which you might be in a great American city — say, Detroit, St. Louis, or Cleveland — if only we Americans had not gone through the cultural convulsions of the post-war era and tossed our cities into the dumpster of history. Hollywood uses Toronto constantly as a set for Anycity, USA, but the truth is that Toronto is in much better shape than almost any American city.
In Toronto you see office buildings every bit as hideous and grandiose as in America, and the same overly broad streets, poorly furnished with medians, trees, and other urban decor considered impediments to express motoring. But, despite these shortcomings, Toronto is alive. Its downtown streets are teeming with people. Multitudes of them actually live in the city center in apartment buildings and houses, and the sidewalks are jammed, in some places until late at night. The public realm, where the buildings meet the sidewalk, is activated. This demonstrates that a New World city can remain alive despite the formal idiocies of Modernist urban theory and practice. Toronto is what many American cities wish they could be.
Jane Jacobs, the American urbanist, author of “The Death and Life of Great American Cities,” “Cities and the Wealth of Nations,” “Systems of Survival,” and other books, lives here. She will tell you in her own words below how she happened to land in Toronto.. I found her at home, in the Annex neighborhood on a serene residential street off Bloor, the main drag of the University of Toronto, which in that vicinity resembles the Eighth Street shopping district of Greenwich Village, where Ms. Jacobs lived and wrote so famously years ago. There are the boutiques and the bistros of all nations, along with copy shops, oriental groceries, and shoe-repair joints. Ms. Jacobs home, a block or so up from Bloor, is a Toronto “double,” a type of semi-detached brick row house with a generous neo-classical white wooden porch, a Dutch-style gable-end, and ivy growing up the wall. It is still a bohemian street, with some houses in better shape than others, including some student slums, looking all in all casually dignified.
Ms. Jacobs lives here alone now, her architect-husband having passed away in in 1998. One son and his family live right down the block, though, and see her often. She is 83 now, and was a little incapacitated from knee surgery when I stopped by on a bright September afternoon this year. The inside of her house was pretty pure Sixties Bohemian Intellectual. The Jacobs had removed some interior walls, so the first floor kitchen, dining room, and living room all flowed together. There was a great groaning wall of books, of course, and other surfaces were still painted the bright colors of the Go-Go era, when the family moved there. Near the bay window in front she displayed a native-American breastplate and her tablecloth in the dining room was a bold aboriginal print. There were drawings by her daughter, who lives in the backwoods of British Columbia, and lots of family photographs everywhere. Her office is a spare bedroom upstairs in the rear where it is especially quiet.
Ms. Jacobs still looks like that famous photo of her taken in the White Horse tavern in the West Village three dacades ago (a cigarette in one hand and a beer mug in the other). Her hair is the same silvery helmet with bangs, and her big eyeglasses emphasize her role as the ever-penetrating observer, with an impish overlay. She still likes to drink beer, and worked on a bottle of some dark local brew while we talked. She was alert, humorous, and apart from her injured knee seemed to be in fine condition.
Jane Jacobs grew up in Scranton, Pa., the daughter of a doctor and a school-teacher. She worked briefly as a reporter for the Scranton Tribune and then went to New York City, where she plugged away as a freelance writer until she landed a staff job with Architectural Forum in 1952. The job gave her a priviliged perch for observing the fiasco of post-war “urban renewal” and all its evil consequences. A decade later, she seized the imagination of an otherwise extremely complacent era when she declared so starkly in “The Death and Life of Great American Cities” that the experiment of Modernist urbanism was a thumping failure, and urged Americans to look instead to the traditional wisdom of the vernacular city and its fundamental unit, the street, instead of the establishment gurus. This was the first shot in a war that has been ongoing ever since. Decades later, her book become one of the seminal texts of the New Urbanism (along with the books of Lewis Mumford, who was at first a great supporter of hers and then an adversary when she criticized the Garden Cities movement that was so dear to him. . . but she will tell you about that quarrel herself.)
Ms. Jacobs suffered the opprobrium of the architectural and planning establishment for decades. They never recovered from her frontal assualt, including the sinister Robert Moses, who fell from power not long after he tangled with Ms. Jacobs on his proposal to run a freeway through Washington Square. One can say pretty definitively that she won the battle and the war, though the enormous inertia of American culture still acts as a drag on a genuine civic revival here. By the mid 1960s, her interests and writings broadened to take in the wider issues of economics and social relations, and by force of intellect she compelled the cultural elite to take seriously this untrained female generalist — and wonderful prose stylist — who had the nerve to work out large ideas on her own. Naturally, her books are now part of the curriculum.
We were steated at her dining room table for the course of this dialog, which has been edited a follows.
James Howard Kunstler (JHK) and Jane Jacobs (JJ)
JHK: What was it like for you coming to New York for the first time?
JJ: The first time I was ever in New York I was twelve years old. Let’s see I was born in 1916 so that would have been 1928 and it was before the crash. And I went with the parents of some friends and I guess we drove there. I guess the car was left in New Jersey. Anyway we got over on a ferry and we landed in downtown Manhattan. And I was flabbergasted at all the people in the streets. It was lunchtime in Wall Street in 1928 and that was…the city was just jumping. It was all full of people.
JHK: What year did you come there to live full-time?
JJ: That was, let’s see, ’34.
JHK: And what was your impression then? Was it a different…ah?
JJ: Well, yes it was different…because it was the difference between the high tide of the twenties prosperity and depression.
JHK: Was it palpable—could you really feel it and see it?
JJ: I could see contrasts, even from that first visit. Especially downtown. There were a lot more unemployed people in ’34 and there weren’t any in ’28.
JHK: Where did you find yourself going when you got to New York in the twenties. Did you just naturally find your way into Greenwich Village or did you start elsewhere?
JJ: My sister was already there. She was six years older than I was.
JHK: What was she doing?
JJ: She had studied interior design in Philadelphia—the Pennsylvania Museum School of Industrial Arts—I don’t think it exists anymore, but it was a good school. And so she came to New York hoping to get a job as a designer. But she couldn’t in the Depression. She got a job in a department store—Abraham and Strauss in Brooklyn, in the home furnishings department—that was the nearest thing she could get to her line. So I came along and she had been living on East 94th Street. Imagine, she and several other girls they lived in this house. It was a rooming house. It was very cheap rent. This is a very expensive area now.
JHK: Yeah, but the Jacob Rupert Brewery was up there until 1957. I lived on 93rd Street for a while myself. You would go through these brewing cycles when the neighborhood would be full of this smell of beer and hops.
JJ: Well she moved to Brooklyn, Brooklyn Heights, to a house that is not there anymore. It was a six-story walk-up and we lived on the top floor. It was a nice neighborhood though. It was near the St. George Hotel. It was before the highways went in there. So I would go looking for a job every morning. I would look in the newspaper and see what seemed likely and which employment agencies were advertising. I would usually walk over the Brooklyn Bridge into Manhattan because we were there near the Brooklyn Bridge. And then after I was turned down for all these jobs I would spend the rest of the day looking around where I had ended up. Or if I had ended up in a place where I had already looked around I would spend a nickel on the subway and go arbitrarily to some other stop and look around there. So I was roaming the city in the afternoons and applying for jobs in the morning. And one day I found myself in a neighborhood I just liked so much…it was one of those times I had put a nickel in and just invested something. And where did I get out? I just liked the sound of the name: Christopher Street — so I got out at Christopher Street, and I was enchanted with this neighborhood, and walked around it all afternoon and then I rushed back to Brooklyn. And I said, “Betty I found out where we have to live.” And she said, “Where is it?” And I said, “I don’t know, but you get in the subway and you get out at a place called Christopher Street.” So we went to look for a place where you got out of the subway at Christopher Street.
JHK: What did you find?
JJ: We found an apartment on Martin Street. I had a job by then, I guess we didn’t go looking immediately. And one of those mornings I hit the jackpot and got a job.
JHK: And what was it?
JJ: It was in a candy manufacturing company as a secretary.
JHK: So you did a bit of secretarial stuff.
JJ: Oh I did secretarial work for about five years.
JHK: Did you have any inkling that you were going to be a professional intellectual?
JJ: No, but I did have an inkling that I was going to be a writer. That was my intention.
JHK: Did you hang out with any of the Greenwich Village bohemians of the day?
JJ: No.
JHK: Did you see them around?
JJ: Yes, I guess I did. But I didn’t have any money to hang out in bars. We were living very close to the bone. In fact there were considerable times when Betty and I were living on Pablum because my father was a doctor and he told us that the most important thing was to keep our health and that we should not skimp on nourishing food. So when we didn’t even have any money for nourishing food we knew that Pablum for babies was full of nourishment and we also knew that bananas were good and milk. And so that’s what we would live on until we got a little more money. It was a powder that you mixed up and it was not good.
JHK: Sounds a little grim.
JJ: Yeah, but we had a good time and we didn’t go for long periods on this and we did keep our health and it was nourishing food.
JHK: Well, yeah, if you think in the sense that astronauts eat stuff out of tubes.
JJ: That’s right. I don’t want to give you the impression that we lived for long periods like this. Maybe toward the end of the week…
JHK: Tell me how you found yourself venturing into the life of a public intellectual.
JJ: Well, I began writing articles right away. And this combined with my afternoons I had spent looking at different areas of the city, and I wrote a series of articles that Vogue bought about different areas of the city. The fur district—you see they had something to do with the kind of things that the readers of Vogue were presumably interested in—although I didn’t know who I was writing these for when I wrote them. But then I saw what I was doing and I tried this.
JHK: It must have been exciting to sell magazine articles.
JJ: It was. I got $40 a piece for them.
JHK: That was a lot of money then.
JJ: A lot of money! — because at the job I had, I got twelve dollars a week. Of course I didn’t sell many of these. I wrote about the fur district, the flower district, the leather district, let me see, the diamond district, which was down on the Bowery then. So I was trying to be a writer all the time. And eventually, not right away, but later on, I got to write Sunday feature stories for the Herald Tribune. But I didn’t get paid as well for those. But then I wrote a few things for Q Magazine, oh about manhole covers, how you could tell what was running underneath you by reading what was on the manhole covers.
JHK: You hadn’t gone to college, by the way?
JJ: Well, I hadn’t wanted to go to school after I finished high school. I was so glad to get out.
JHK: Were you a troublemaker?
JJ: Yes.
JHK: I sympathize—I didn’t like school either.
JJ: I would break paper bags in the lunch room and make explosions and I would be sent to the principal, and that kind of thing. I was not really a troublesome person. I was not really destructive in any way, but I was mischievous.
JHK: Were you a comedian?
JJ: Sort of, yeah.
JHK: Naturally I was reviewing some of your books the last couple of weeks. They stand up so beautifully. One would have to suppose at the time that you wrote The Death and Life of Great American Cities that you were pretty ticked off at American culture. For instance you wrote, “It may be that we have become so feckless as a people that we no longer care how things work but only the kind of quick, easy outer impression that they get.” And you wrote that around 1960 or the late 50s.
JJ: Yeah, I was working on that book…I began in 1958 and finished it in 1960.
JHK: Well, it seems to me that American life has changed very little in that regard. In fact I actually go around on the lecture circuit telling audiences that we are a wicked people who deserved to be punished…and I am not religious. So what was your state of mind. Were you ticked off at American culture? Was it the culture of civic design? Was it Robert Moses? Was it some combination of those things? Was it the Bauhaus? What was it that was getting under your skin in those days?
JJ: Well what was getting immediately under my skin was this mad spree of deceptions and vandalism and waste that was called urban renewal. And the way it had been adopted like a fad and people were so mindless about it and so dishonest about what was being done. That’s what ticked me off, because I was working for an architectural magazine and I saw all this first hand and I saw how the most awful things were being excused.
JHK: You must have already been acquainted with things like Corbusier’s “Radiant City” and some of the schemes from the 20s and the Bauhaus. By this time Gropius had become installed at Harvard and Mies Van der Rohe…
JJ: I didn’t have any feeling about these one way or another. It was just another way of building. I didn’t have any ideology, in short. When I wrote that about “we may become so feckless as a people” I had no ideology.
JHK: But you were angry.
JJ: But I was angry at what was happening and what I could see first hand was happening. It all came to me first hand. I didn’t have any abstractions about American culture. In the meantime I had gone a couple years to Columbia but I hadn’t been taking classes in American Culture. I sat in on one in Sociology for a while and I thought it was so dumb. But I had a wonderful time with various science courses and other things that I took there. And I have always been grateful for what I learned in those couple of years. But I’ll tell you something that had been worrying me: I liked to visit museums that showed old time machines and tools and so forth. And I was very struck. There was one of these museums in Fredricksburg, Virginia, which was my father’s hometown. He was from a farm near Fredricksburg. I was very struck with the way these old machines were painted. They were painted in a way to show you how they worked. Evidently the makers of them and the users of them cared about how these things were put together and how what moved what so that other people would be interested in them. I used to like to go to the railroad station in Scranton and watch the locomotives. I got a big bang out of seeing the locomotives and those pistons that moved the wheels. And that interested me how they were moved by those things and then the connection of that with the steam inside and so on. In the meantime, along had come these locomotives that had skirts on them and you couldn’t see how the wheels moved and that disturbed me. And it was supposed to be for some aerodynamics reason, but that didn’t make sense. And I began to notice how everything was being covered up and I thought that was kinda sick.
JHK: So the whole streamlining of the 30s bugged you?
JJ: That’s right. So I remember very well what was in my mind “that we become so feckless as a people that we no longer care how things work.” It was those skirts on the locomotives that I was thinking about and how this had extended to “we didn’t care how our cities worked anymore.” We didn’t care to show where the entrances were in buildings and things like that. That’s all I meant. It was not some enormous comment on abstract American society. And I thought this is a real decadence of some sort.
JHK: Well, apropos of the slums, we now know after the fact that slum clearance and urban renewal was a disaster. And, you know, I am a big critic of urban renewal. But it’s been a big problem with American cities that they are not places people could really care about that much.
JJ: That’s not all together true. There were lots of areas in American Cities that people cared about very much. And you can tell that by the fights they had when they were being put out of them. One of the things that angered me so much in urban renewal was the West End of Boston. You know there was a phantom community to this day. They have a newspaper that comes out periodically, these displaced people and their children. That was before Ed Logue [head of the Boston Redevelopment Agency in the 1960s]ead of H. Well, I talked to two architects in ’58 who helped justify the destruction of the West End. And one of them told me that he had had to go on his hands and knees with a photographer through utility crawl spaces so that they could get pictures of sufficient dark and noisome spaces to justify that this was a slum — how horrendous it was. Now that was real dishonesty. And they were documenting stuff for it. The other was one who was just greatly respected, a well known architect who could give his opinion that this area should go. And he told me that on the whole those buildings were so well constructed that they were undoubtedly better than anything that would ever be erected in their place. Now, he also said that some of the buildings were just so beautifully detailed that it was heartbreaking that they must be wrecked. And yet both of these architects knew better, but supported the destruction of that area.
JHK: But isn’t that the whole tale of the mid-20th century? That scores and scores of architects and planning ficials went along with something that was really pernicious?
JJ: T hat’s right and they did it dishonestly. And how could they justify that. Because I would argue with them about these things. They could justify it because urban renewal was a greater good, so they would bare false witness for this greater good. Why was this a greater good? Everybody knew it because slums are bad. But this isn’t a slum. Oh well. You know, the whole thing. They didn’t care how things worked anymore. That was part of it. That was part of what was making me so angry. Also they didn’t seem to care what part truth and untruths had in these things. That’s part of how things work. And do you care about it.
JHK: Of course there were a lot of people involved and not all of them were mendacious. A lot of them seemed to be just idealistic but it is hard to understand how that degree of misplaced idealism could sweep through a whole generation.
JJ: Yeah, I don’t understand that myself. I don’t understand how these changes. McCarthyism was an example. The fear that that it struck into people. The fear for whom they might associate with. How could all these people turn into such sheep so suddenly? And when this miasma of McCarthyism lifted it was almost as magical. We were trying to get signatures on a petition that a [freeway] wouldn’t go through Washington Square. This was in the 50s and we set up a table with petitions near the park and asked everybody who came by and was enjoying the park if they would sign. And so many people wouldn’t sign. We’d say, “Well, you don’t want a road through here, do you?” No, they didn’t want a road through there, but “You don’t know who else might be signing. It might be dangerous to sign.” Sometimes a husband would tell a wife. So that’s when this strange fear pervaded everything. But I remember when it lifted, we were fighting a battle to save a neighborhood at that time. This was one of the neighborhoods that I lived in that was designated a slum and had all that same kind of faults brought against it.
JHK: Was this the West Village?
JJ: Yeah, it was no slum. Loads of the places weren’t slums that were destroyed.
JHK: Who wanted to knock down West Village?
JJ: It was the Rockefellers wanted to knock it down. But that’s never been established, watch out, you might be gotten for libel. But that was really where it was generated in the downtown lower Manhattan Association which was David Rockafeller’s organization. And they wanted it.
There were all these essentially private visions of how beautiful the city would be, and it was to be all these high rises here. And there would be a little enclave all the most expensive and pretty houses in the village would be left. But all the parts along the edges—the ones that people of lower income occupied—especially of mixed uses. That was our sin in the West Village. We had all these mixed uses. And now all these former manufacturing places are turned into the most expensive lofts with condominiums that sell for over a million dollars. These people, even as real estate experts, they didn’t know from nothing. They were so ignorant. Not only about what they were destroying, but about what people would like. Well, I am digressing. I still get angry about it.
JHK: What’s your level of indignation these days.
JJ: Well, I still get angry. We’ve got a [Canadian] prime minister who seems to be intent on destroying our health system and education system. But I have gotten a thicker skin. I can get angry about these things without feeling like vomiting, if you know what I mean.
JHK: Did you ever meet Robert Moses?
JJ: No I saw him only once, at a hearing about the road through Washington Square, which was to be an entrance ramp to the lower Manhattan expressway. He was there briefly to speak his piece. But nobody was told that at the time. None of us had spoken yet because they always had the officials speak first and then they would go away and they wouldn’t listen to the people. Anyway, he stood up there gripping the railing, and he was furious at the effrontery of this and I guess he could already see that his plan was in danger. Because he was saying “There is nobody against this—NOBODY, NOBODY, NOBODY, but a bunch of, a bunch of MOTHERS! And then he stomped out.
JHK: Did he do more damage to New York than Albert Speer did to Berlin?
JJ: Well, I haven’t been to Berlin. I don’t think that we have to compare them. He did an awful lot of damage to New York, yes he did. And I think that New York is just healing itself now. But to go back a minute about these strange hysterias that sweep the people wholesale, I also remember just when McCarthyism lifted as I saw it in a concrete way, first hand. It was when we were fighting to save our neighborhood in the 1960s. You see this way of making people scared to sign petitions and everything. The head of the Citizens Housing and Planning Council which was a stalking horse for the new developers. Oh we got so suspicious of anything with the word citizens in it.
JHK: I understand, because lately the Walmart Corporation has been starting Local Citizens for Walmart agitation groups where ever they want to come in.
JJ: OK, same idea.
JHK: Of course they are so dumb, Jane, that when they send out literature under the names of these things they put the return address of Bentonville, Arkansas—and that happened in Lake Placid.
JJ: Well, the Citizen’s Housing and Planning Council had all the settlement house people. A lot of them had also become idealists who didn’t know what they were doing. The head of it held a press conference and he came out with a blast about these terrible selfish awful people who were trying to stop this wonderful clean-up urban renewal scheme in Greenwich Village. And he called us not only selfish but he called us Pinkos. And you know that would have scared a lot of people. But it was just not an ideological battle at all. It was a battle for a neighborhood. It had all kinds of people. And one of the people — someone said he had been a communist in the 30s, actually a communist, with a party card! –
Here
And he was a very good guy. He was an artist and he thought up lots of our best visual schemes and so we had a meeting…what are we going to do about this? And the consensus was, it doesn’t matter. This has nothing to do with warfare. This is saving our neighborhood and it doesn’t matter and we don’t care. So as soon as somebody said that, I forget who, but somebody in the committee said it—that struck everybody. And yes of course, that is the only sensible thing to do. Then a couple of days later there comes this thing in the Times about and “we’re pinkos”. And everybody laughed. And we all memorized the list of terrible characteristics that we had. Now just those are my first hand concrete bits of knowledge that this hysteria had passed. Why did it pass? Why could people suddenly laugh at that?
JHK: I don’t know, but I sure hope that the same thing happens with the miasma of political correctness that descended on my generation. Which has been kinda an intellectual embarrassment, I think, to my generation.
JJ: Oh, yes, and I think that you were very brave and forthright and sensible in what you wrote about the black underclass.
JHK: Well that’s kind of you. A lot of people took that the wrong way. It’s a pretty bad period of intellectual dishonesty and like all storms it will pass. I am going to move along to another formal question though. You were born in Scranton, Pennsylvania and you spent really the prime of your life living in Manhattan in Greenwich Village specifically.
JJ: Well, I wouldn’t say that.
JHK: No?
JJ: (chuckle, chuckle) I am still in the prime of your life.
JHK: Ok, I am sorry. That’s a terrible thing to say. You spent a certain portion of your life in New York City. Why did you move to Canada?
JJ: Well, we came in protest of the Vietnam War. We had two draft age sons. They wouldn’t have been exempt. One of them was a physicist. He had graduated from college and had been accepted in a graduate studies in Physics. And, oh my, this was a time when the U.S. was very scared about sputnik. He would have been exempt. The other one might not have been. They would have preferred to go to jail than to go to war. And my husband said, “You know, we didn’t raise these boys to go to jail.” And in any case we didn’t like the war. We sympathized with their antagonism to it. And so we decided to come to another country. We are just not cut out to be citizens of an empire. And we liked it here and our children liked it here.
JHK: Did you at first not intend not to stay forever?
JJ: We didn’t.
JHK: It must have been very disruptive.
JJ: Well, it would have been disruptive if we had thought of ourselves as exiles. People who think of themselves as exiles, I find, can never really put their lives together really. We thought of ourselves as immigrants. And it was an adventure and we were all together.
JHK: But you were leaving quite a lot behind.
JJ: Yes, we were but we were—you know this was another thing that we found out when we got here. Americans don’t really think that other places are as real as America. We were leaving things behind. Well, we were coming to other things that were just as real and just as interesting and just as exciting. And people would ask me after we had decided to stay, “Well, when are you coming back?” “Well, we’re not. We are living here.” “Oh, but you can’t just—you’ve got to come back to real life.” And I would say, “It’s just as real.” This is very hard for Americans to understand and I think that may be the biggest difference between Americans and people elsewhere. Canadians know that there are places just as real as Canada. It’s a self-centeredness that’s a very strange thing.
JHK: Is there something dangerously or weirdly smug and complacent about Americans?
JJ: Yes, they have got it so dingged into them that they are the most fortunate people on Earth and that the rest of the world—the sooner it copies what America is like, the better. I still have a lot of family in America. I still have a lot of friends there. There is a lot that I admire there very much. When I find America getting too much criticized outside America, I want to tell them how many things are good about it. So I am not any hate-America person. I really came here for positive reasons. We stayed for positive reasons, because we liked it. Why did I become a Canadian citizen? Not because I was rejecting being a U.S. citizen. At the time when I became a Canadian citizen, you couldn’t be a dual citizen. Now you can. So I had to be one or the other. But the reason I became a Canadian citizen was because it simply seemed so abnormal to me not to be able to vote.
JHK: Did any of your American friends object to this move?
JJ: They just thought it was like I was going into a dream land or a wonderland or something. I don’t know. Nobody in my family did. Nobody among my close friends. They might have thought it was a little odd because it didn’t occur to them.
JHK: Who did you consider your professional or intellectual colleagues in the 60s and 70s. Any figures that we would think of? I am just throwing names at the wall—like Dwight MacDonald, or Irving Podhoretz. Who did you hang out with?
JJ: Yeah, I liked my editor and still do. My editor and publisher Jason Epstein [of the New York Review of Books]. I knew Dwight MacDonald, but very slightly. I liked him.
JHK: So you didn’t have a particular coterie?
JJ: No. In the Death and Life of Great American cities I have a whole list of people who I acknowledge receiving help from but its not intellectual help
JHK: Were there any of your contemporaries who were writers on urbanism who you admired?
JJ: Yes, I admired some of the people who I worked with at Architecture Forum for instance. And Holly Whyte, William H. Whyte. He was a friend of mine. And we used to talk together. He was an important person to me and he was somebody whose ideas, yes, we were on the same wavelength. And it was through Holly that I met Jason, and he became my publisher. He [Epstein] had started Anchor Books which were the first trade paperbacks. So Holly introduced me to him. And I told him what I wanted to he agreed to publish it and give me a contract.
JHK: How many years did it take you to compose The Death and Life of Great American Cities?
JJ: Well, not very long. I started it in the fall of ’58 and I finished it in January of ’61. So it was two years and a few months. But I had been thinking about it for along time. And although I didn’t know what I was gathering information for, I was gathering information for it.
JHK: Many of the dogmas of modernist city design which we both deplore in our books were believed in by people who were not stupid. To what extent do you suppose that even intelligent people are captives of their time or place? How do we account for the tenacity of terrible ideas such as Corbusier’s Radiant City especially among the mandarins of the elite graduate schools that train our cultural leaders.
JJ: Well, I think that intelligent people to a great extent are captives of their time or place.
JHK: Is it as simple as that?
JJ: There are mavericks always among them. Now we are going to have to get into the education system.
JHK: Well, you know the people at the elite universities today at Harvard and Columbia and Yale are extremely hostile to the kind of ideas that you were retailing forty years ago and which some of my colleagues are still trying to persuade the American people would be good ideas. And they are extremely hostile to the New Urbanist movement.
JJ: Yes I know they are.
JHK: In a way that seems almost pathological. Well, how do you explain that? Are they just defending indefensible doctrines? What is it that they are trying to protect?
JJ: They are trying to protect their worldview. Everybody’s got a worldview whether they know they have it or they don’t. They might even get it when they are little tiny kids. Suppose they get it when they are in college which is often the case, or in high school, whatever. Everything they learn after that or every thing they see after that, they fit it into that worldview. And they are making coherence of what’s good, what’s bad, what will work, what won’t work, what’s noble, what’s ignoble, and so on…all through this filter.
JHK: Well, we would have to be guilty of that too.
JJ: Yes we all have this. But there are two ways you encounter things in the world that are different. One is everything that comes in reinforces what you already believe and everything that you know. The other thing is that you stay flexible enough or curious enough and maybe unsure of yourself enough, or may be you are more sure of yourself—I don’t know which it is—that the new things that come in keep reforming your world view. The same when you are writing a book. By the end of the book it is quite different than the way you thought it would be when you started the book—both in form and what it contains and what you think. Well, you tipped in a lot and you digested a lot—it wasn’t pre-digested in your view. And it changed what you thought and how you see things. And a lot of these people—what I am getting at—they learn something and they are so sure of it and it’s a terrible threat to them—an emotional threat. I don’t think it’s so much of an intellectual threat even. But an emotional threat that their whole worldview will have to go through that upsetting thing of being confused.
JHK: Let me give you an example of something I encountered in Canada about three or four months ago. I was on a panel for the Royal Society of Architects or Institute of Architects, whatever it’s called. And it was my turn to say something and having walked around Ottawa that morning and observed that so many of the new buildings presented blank walls to the street, I made the observation that it would probably be a good idea if Canadian architects recognized that buildings should have a bottom, a middle and a top. And that the bottom should maybe behave differently than the middle. And these people freaked out. And started saying, “Goddam you, we are not classicists, don’t try to pawn off classicism on us. We are beyond that.” And I thought this is really extreme.
JJ: It’s emotional
JHK: I said, I’m not asking you to be classicists. You can do it Aztec modern or you can do it in retro George Jetson. You can do it any way you want. But to recognize that a building has a top, a middle and a bottom is not a style issue. But they didn’t want to hear it at all. And they were full of indignation
JJ: It threatened them.
JHK: But here’s the thing. Why do they want to keep on producing buildings that are killing their cities, buildings that people hate? What possible motive could they have for wanting to continue doing that?
JJ: They don’t think that they are killing cities. They don’t think that people hate them. Everything they have taken in says this is enhancing the city. Doesn’t that tell you something? It tells you that their own image of themselves was being threatened by what you were saying. And it was NOT their ideas of buildings, it was NOT their ideas of the cities. It has to do with themselves and their image of themselves.
JHK: Well, for example, here is another example. Corbusier comes up with a cockamamie scheme for destroying the Right Bank of Paris, the Marais District. And the idea immigrates to America where it takes America by storm. Meanwhile, in France every year Corbusier goes back to the officials in Paris and says I have this wonderful idea to destroy the Right Bank and they laugh at him. For years—decade after decade—they laugh at him. They never do what he proposes. They do build a lot of crappy stuff outside of the center of Paris. But they never knock down the center of Paris. In America we took that idea and we just loved it. Why didn’t we laugh at it?
JJ: Lots of people did.
JHK: Not enough to prevent it from happening.
JJ: That’s true. Well, it was prevented in Greenwich Village. And in the end that whole thing petered out.
JHK: Ed Logue who passed away earlier this year was kind of an exemplary figure of his time. He was a product of Yale of the elite universities, the Ivy League and he went on to inadvertently destroy both New Haven and much of central Boston by directing modernist urban renewal campaigns in the 1960s. Did you watch these schemes unfold and what did you think of them?
JJ: I thought they were awful. And I thought he was a very destructive man and I came to that opinion during the first time I met him, which was in New Haven. He was telling me all the wonderful things he was doing and was going to do.
JHK: Do you remember the circumstances when you met him.
JJ: I was working for Architectural Forum and I was on an assignment—no, I guess it was after, it was when I had started working on my book. But I went to see him to find out what was happening in New Haven and so on. And he did tell me some useful things. In particular he told me one very interesting thing. He said the best thing that could happen to San Francisco would be another earthquake and fire. Like the one that happened in 1904. And I was appalled at this. I had been to San Francisco and I thought it was wonderful place. He was serious about it, he thought that all that should be wiped out and built new. Boy, in my books, he went down as a maniac.
JHK: Well, New Haven never recovered. He gutted a large part of downtown, put a mall there that has never been successful — and I think may be either completely or partly demolished now. He put a convention center that has also been a bomb and drove the freeways through. And in Boston he was responsible for the city hall plaza. Well, Harry Cobb and I M Pei I guess designed that. It seems to me that Boston city hall plaza has been a failure from the very beginning.
JJ: Oh, of course it was. But he [Ed Logue] didn’t get to destroy the North End—which he intended to do. He even had sent in the application to the urban renewal people.
JHK: I lived in Boston in 1972 and I remember the North End as being a tremendously vibrant place. It was also very blue collar. No yuppies had moved in at all. It was an Italian neighborhood, very insular, but tremendously active—full of all the pork stores, the cheese stores and the cookie stores. But what do you remember about Logue’s campaign in Boston?
JJ: Well, I can tell you why Ed Logue was valued. The editors of my magazine, of Architectural Forum believed in all this urban renewal stuff. And I saw who their heroes were—and Ed Logue was one of their heroes.
JHK: Did this aggravate you?
JJ: Sure it aggravated me, but I used to argue with them about these things. And I didn’t bring them around to my way of thinking. They wanted to live in an exciting new world. That’s what they wanted. Some of the things you wrote about in your book about people who had their greatest adventure in war time—I think that vision of an exciting new world that they will create and inhabit it gave them some purpose in life.
JHK: Did you see the General Motors Futurama exhibit at the 1939 fair?
JJ: Yes.
JHK: What was your feeling at the time if you remember it?
JJ: Oh, I thought it was so cute it was like watching an electric train display somewhere, you know? It was just very cute
JHK: Did you have an inkling that this was going to turn out to be Dallas in 1985?
JJ: No, of course not.
JHK: Did you think it was a fantasy? That it wouldn’t happen?
JJ: Yes, I thought it was like those cute electric trains. It was a toy.
JHK: You lived through most of the 20th century and it must make for a dizzying view of contemporary history. For instance, you’ve seen pretty much the whole rise of the automobile from its days of stupendous promise before WWII to its utter savaging of the American landscape and townscape. Can you tell us how your own view of the automobile and its consequences evolved and if your view changed over the decades of your life.
JJ: Well, my family had an automobile before I was born even. My father was a doctor and he needed an automobile to get around. A generation earlier, it would have been a horse and buggy. This automobile was a tool of my father’s, just as much as the bag he carried. We never thought of it as an all-purpose conveyance. For instance, if we wanted to go to downtown, which was two miles from where we lived in Scranton, we went down to the corner and got the streetcar. We were never chauffeured to things. When my father’s office hours started coincided with one of my brothers and me being in high school very close to where he worked, we used to ride down with him. And once in a while our family would take a trip. I remember when I was four years old going to Virginia in the car to visit his relatives. Oh and I saw how the White House lawn was cropped in those days—there were sheep on the lawn in those days.
JHK: Was there a point when you began to sense that the automobile might be sort of a pernicious thing?
JJ: I didn’t see the automobile as a pernicious thing. I saw what was happening to the roads as a pernicious thing—the widening of roads and the cutting down of trees and then later on of course knocking down buildings, existing buildings. It was the roads I saw as being the destroyers. Perhaps that is a foolish distinction to make. The automobiles weren’t running into the houses and knocking them down, the automobiles weren’t cutting down the trees and so forth. Again, I’m not an abstract thinker, as you can see. The immediate concrete thing was what the roads were doing.
JHK: Well, here is a concrete thing. We have a railroad system that even the Bulgarians would be ashamed of.
JJ: Yes, and we do in Canada too. It used to be a wonderful system. Would you like a beer or anything? I’m thirsty. . . .
[Ms. Jacobs gets herself a beer and returns to the table.]
JHK: So you said that it is so much nicer to live in a city where things are getting better, not worse. I agree with you because I live in a city, Saratoga, that has gotten a lot better just in the last 24 months. We have gotten more main street buildings built in the last 36 months than in the entire twentieth century. Ones that are worth a damn, that are not one-story cinder block bunkers. And it’s a remarkable thing. So what’s going on in Toronto?
JJ: Our downtown keeps getting better all the time. Even the sidewalks are being widened here and there. Instead of gas stations, you can hardly find a gas station anymore. Buildings have been put in, and often very nice buildings. And there’s lots of people living downtown now. That was a distinct policy of the city. We had a remarkable mayor, whose name was Barbara Hall, She went to work to get the zoning and get the whole vision of this changed and believe me, it was very hard for her to educate her planning department to be able to accept this or do this. The various visions she had were excellent.
JHK: How did she whip all these guys into shape?
JJ: She just talked endlessly to anybody that might be involved and she educated them and got them around to this view. It took a lot of work and a lot of talking and a lot of belief in what she was doing.
JHK: Toronto has the remarkable quality for a city of North America — it’s alive Have you lately visited any heartland U.S. cities such as Detroit, St. Louis, Columbus, Indianapolis and seen their desolation. I find them absolutely heartbreaking. The small towns are destroyed too, by the way. Detroit went from being something like the fourth wealthiest city in the world to a complete wasteland in less than fifty years. What are your thoughts on what happened to American cities?
JJ: It’s a tragedy and a totally unnecessary tragedy.
JHK: The destruction continues.
JJ: Yes, because really nothing has changed. Talk has changed but regulations haven’t changed, lending systems for these things haven’t changed. The notion — and I tell you this one even worries me that it extends into New Urbanism—the notion of the shopping center a valid kind of downtown. That’s taken over. Its very hard for architects of this generation even to think in terms of a downtown or a center that is owned by all different people, with different ideas.
JHK: We are starting to return to that particularly in the work of Victor Dover and Joe Kohl.
JJ: I don’t know them.
JHK: They are young guys who were trained at the University of Miami by Duany and Plater-Zyberk and they started their own firm about ten years ago. They have done two projects where they have taken dead malls and imposed a street and block plan over them and created codes so that the individual lots could be developed as buildings not just as a megaproject. So I think that’s definitely the direction the New Urbanists are going in. I think that we are leaving the age of the megaproject.
JJ: Here’s what I think is happening. I look at the, what happened at the end of Victorianism. Modernism really started with people getting infatuated with the idea of “it’s the twentieth century, is this suitable for the twentieth century.” This happened before the first world war and it wasn’t just the soldiers. You can see it happening if you read the Bloomsbury biographies. That was one of the first places it was happening. But it was a reaction to a great extent against Victorianism. There was so much that was repressive and stuffy. Victorian buildings were associated with it, and they were regarded as very ugly. Even when they weren’t ugly, people made them ugly. They were painted hideously.
JHK: Well, I can see how things like Richardsonian buildings—you know those heavy red sandstone buildings—could scare people. But we look at them today and all we think about is “God you could never find masons that skilled who could do that kind of work.” It seems unbelievable, it seems superhuman.
JJ: Yes, but it was oppressive. Especially the Victorian house and lots of them—they weren’t oppressive in themselves. They were often very airy and gingerbready and fancy. But they were associated with all this stuffiness.
JHK: Well the family was sort of institutional. You couldn’t go out and buy Velveeta. If you wanted cake you had to bake a cake. Or have a cook do it. This period fascinates me, by the way, this period just before and after the world war, the first world war. I keep coming back to is the idea that it represents a kind of nervous breakdown for Western civilization. You have this tremendous hope going into the twentieth century of a golden age to come and then it was shattered.
JJ: Did it ever shatter! There was the League of Nations and oh it was going to be such a brave new world.
JHK: You were particularly harsh on Ebenezer Howard and Patrick Geddes and the Garden City movement of the early twentieth century. It was in some ways another one of those really bad ideas that a lot of intelligent people fell for—including Mumford who got sucked in really big.
JJ: Oh yes.
JHK: It seems to me that both a cause and a symptom of our predicament in is this near total confusion in American culture now about what is the city and what is the country. What’s rural and what’s urban. It’s all one big mishmash to us and we are not able to design for it.
JJ: What was a really major bad idea about the Garden City was you take a clean slate and you make a new world. That’s basically artificial. There is no new world that you make without the old world. And Mumford fell for that and the whole “this is the twentieth century” thing. The notion that you could discard the old world and now make a new one. This is what was so bad about Modernism
JHK: Did you know Mumford by the way?
JJ: Yes.
JHK: Were you friendly or were you adversaries?
JJ: As far as I was concerned we were friendly. It was very funny. He was furious at The Death and Life of Great American Cities, absolutely furious. He thought—I never gave him any reason to think this—he thought that I was a protégé of his, a disciple. I think that because he thought that all younger people who were friendly must be his disciple.
JHK: And that you turned on him?
JJ: I think that’s what he thought. He was kind. I first met him when I gave a talk at Harvard in 1956. I was substituting for my boss who had to be away in Mexico. And I had awful stage fright. I had resolved that I would never make a speech because it was so painful to me. And I was informed at the office that I had to make this talk—this ten minute talk at Harvard. And I told them that I wouldn’t do it. And well the managing editor said you have to. So I said, “All right I’ll do it—only provided I can do what I want.” So I made a talk and I made an attack on [urban renewal]. Mumford was in the audience. It was a real ordeal for me. I have no memory of giving it. I just went into some hypnosis and said this thing I had memorized. And sat down and it was a big hit because nobody had heard anybody saying these things before, apparently—and this is why Holly Whyte got me to write that article for The Exploding Metropolis, because of this speech. Anyway Mumford was in the audience and he very enthusiastically welcomed me, and shook hands and said I was. I had hypnotized myself but I had apparently hypnotized them too. But I believed what I was saying.
JHK: But then a few years later Mumford attacked you?
JJ: Then I met him some more times and everything was amiable. I had my doubts about him because we rode into the city together in a car. And I watched how he acted as soon as he began to get into the city. And he had been talking and all pleasant but as soon as he began to get into the city he got grim, withdrawn, and distressed. And it was just so clear that he just hated the city and hated being in it. And I was thinking, you know, this is the most interesting part.
JHK: Of course he had that sad childhood in New York—you know, no father and clawing his way into a profession that he was not really credentialed for and trying to be taken seriously.
JJ: He had a tough time.
JHK: And also I have a feeling that the Manhattan perhaps even of your youth and his middle age was in some ways a tremendously overwhelming kind of place that had never been seen before New York was this giant oppressive machine. I grew up in it myself. There is something about New York that despotically mechanistic—its not all like Greenwich Village And of course that was the part that Lewis Mumford grew up on the upper west side. Whatever his quarrels were with you, I do regard him as just being a marvelous writer, so crisp and lucid
JJ: He was a very good writer, and you know he had lots of good ideas.
JHK: But he also was captive to that turn of the century idea that density and congestion are the enemy of cities.
JJ: Thin down the cities and disperse them over the countryside. Sure. And your question about how intelligent people are creatures of their time and place — it is absolutely true, and he was very much formed by his time and place—and so were we all.
JHK: He wrote about the Victorian era as the “brown decade.” That might have been Edith Wharton or Henry James’s term , but it was obviously a dark image.
JJ: You can get an idea of how oppressive it seemed. There was a generation or two that felt this very strongly. The whole center of their world view was a reaction against Victorianism and everything associated with it. They were absolutely ruthless with it.
JHK. Urbanism per se is in still in complete discredit in the United States. The only solution that we tend to bring to our failures of urbanism are what I refer to as nature Band-Aids—the landscaping fantasias, the bark mulch, the juniper beds, intended to hide the blank walls of the post-modern buildings, the berms, the buffers, and all the rest of the tricks from the landscaping industry. Now in a way it seems to me that this comes from the Garden City idea—that somewhere in the early twentieth century we decided that the city just wasn’t any good and that we basically had to replace it with the country.
JJ: No there were loads of people who didn’t reject the cities. My parents were delighted to live in the city. My mother came from a small town and my father came from a farm. They thought the cities were far superior places to live, and they told us why. And there were all kinds of people who believed that.
JHK: It’s self-evident that American cities for the most part are abandoned, vacant, not cared for and in a state of decrepitude in many cases.
JJ: That’s right. That’s what a city means to most Americans.
JHK: I am going to St. Louis tomorrow. St. Louis is the proverbial doughnut hole.
JJ: Absolutely. Which happened on purpose. Their whole downtown practically was wiped away and put that arch up. They decided that their whole business section was a slum.
JHK: I’d like to turn to economics which is another principle area of your interest and I think perhaps one that is underemphasized in your career. I’m also interested in systems theories, but particularly the ones that address the great blunders of civilization. It seems to me that the American living arrangement, the “the fiasco of suburbia” as Leon Krier calls it, is approaching a kind of tipping point beyond which it might be difficult to carry on. I have a theory that we don’t have to run out of gasoline in order to throw places of Houston, Phoenix, San Jose, Miami, Atlanta into terrible trouble. All that’s necessary is a mild to moderate chronic instability in the world oil markets. it seems to me that we are sleepwalking into an economic and political trainwreck.
JJ: Well, I don’t’ know whether we will because of the oil markets or what. But I know things won’t go on as they are now. People who try to predict the future by extrapolating in a line of more of what exists—they are always wrong. I am not saying how it is going to go. But it is not going to go the same. This is a continuation of what I was actually saying about the revolt against Victorianism. Here comes a generation or two that just can’t stand what the previous generations did. And for whatever reasons it is they want to expunge it. And they are absolutely ruthless with the remnants of it. But I don’t think of it as an economic or political trainwreck. I think of it as one of these great generational upheavals that’s coming. And I think that part of the growing popularity of the New Urbanism is not simply because it is so rational, and not simply because people care so much about community or even understand it, or the relation of sprawl to the ruination of the natural world. But they just don’t like what is around. And they will be ruthless with it.
JHK: I wonder if it will take an economic shock to prompt the majority of American to really reconsider their living arrangements.
JJ: I don’t think it’s that rational, that this is unsustainable. I don’t think that’s the reason. Suddenly they can’t stand what the generations before did. There was no reason for Victorianism to be so reacted against in these terms.
JHK: Well you were a little harsh on the City Beautiful movement in Death and Life, although personally I look back on it and I see the sheer artifacts that they produced as being just awesome. You know some of the best apartment buildings in New York City. The best single family houses in America were produced during the American Renaissance. Just the sheer excellence of what they left behind is kind of stunning.
JJ: Yes but it also had that weight of authority that people were reacting against. So I think that things are going to change just because people get too damn bored with what they have.
JHK: You say that you are not theoretical or abstract. As a practical matter there is such a thing called the Hubbert Curve, the petroleum depletion curve that says that we will reach a peak of world oil production and then we will go down the slippery slope of having less and less oil, having oil that is harder to extract, or oil that is less economical to extract. And of course this is happening in different regions and different parts of the world. The two places in the world that basically saved our asses in the last twenty years were the north slope of Alaska and the North Sea oil fields. They are scheduled to reach peak production in the next year or so. After which their production will decline. And after that most of the oil in the world will be produced by people who hate us. How does that work for us economically?
JJ: Well, you see all my life I have been hearing that the oil was going to run out. It never happens. They keep discovering new oil fields. The world is apparently floating in oil fields.
JHK: Well, it’s possible that my proposition is a fallacy. But what if it’s not?
JJ: I basically don’t think that the way we do things is that dependent on one resource, such as oil. There can be different kinds of engines for cars. I think that solar heating, wind heating can substitute for a lot of uses for oil. I’d like to see those things happen because they are more sustainable in any case. But I do not think that running out of oil is not going to bother us that much. I think we have got to be rescued by something or we really are going down a slippery slope.
JHK: If its not petroleum then what is it that is putting us in peril?
JJ: I don’t think probably any one thing. Nothing is so clear in history that is it happens for any one thing. It seems that a lot of things come together to make great changes. And I think that one of the things is a reaction against Modernism in this case and everything associated with it
JHK: But we are stuck with all this stuff?
JJ: Yes now that’s the next thing. I do not think that we are to be saved by new developments done to New Urbanist principles. That’s all of the good and I am very glad that New Urbanists are educating America. I think that when this takes hold and when enough of the old regulations can be gotten out of the way—which is what is holding things up, that there is going to be some great period of infilling. And a lot of that will be make-shift and messy and it won’t measure up to New Urbanist ideas of design—but it will measure up to a lot of their other philosophy. And in fact if there isn’t a lot of this popular and make-shift infilling, the suburbs will never get corrected. It’s only going to happen that way. And I think that it will happen that way.
JHK: I have the greatest admiration for the New Urbanists. The hardest work for them to do is the urban infill.
JJ: But nobody is even thinking about now is the suburban infill.
JHK: Personally I think that a large percentage of the residential suburbs are going to be the slums of the future. Some of them will be rescued. Some of them won’t be. In your book The Cities and the Wealth of Nations you focused on quote “the master economic process called import replacement.” The idea that a city and its region would only prosper if over time it started to furnish for itself many of the goods or services that it formerly imported. For instance, the rise of the U.S. as a great commercial nation in the late 19th century was a direct result of our cities starting to make the tools and machines and finished goods that we formerly got from Europe. With the latest model of the so-called global economy we are given to believe that import replacement is no longer significant. To the extraordinary degree that an overwhelming majority of the products sold in the U.S. are made elsewhere. Is this a dangerous situation?
JJ: (she chuckles) Well I think that it’s a more dangerous situation—the standardization of what is being produced or reproduced everywhere, where you can see it in the malls, in every city, the same chains, the same products are to be found. This goes even deeper with the trouble with import replacing because it means that new things are not being produced locally that can be improvements or anyway different. There is a sameness—this is one of the things that is boring people—this sameness. This sameness has economic implications. You don’t get new products and services out of sameness. Now the Americans haven’t gotten dumbed down all of the sudden so that only a few people who can decide on new products for change are the only ones with brains. But it means that somehow there isn’t opportunity for these thousands flowers to bloom anymore.
JHK: Well the million flowers are now blooming mostly in China. I don’t know about you—every product I pick up is made in China. I’m not against the Chinese. But it makes you wonder how long we go on having an advanced civilization without making anything anymore. Can we?
JJ: I don’t think so.
JHK: It seems to me that what we are doing is we are buying a lot of stuff from other people by basically running up tremendous unprecedented amounts of debt. That can only go on so long.
JJ: But you know we aren’t complete dolts in all of this. For example, we don’t manufacture our own computers. They are made mostly in Taiwan but they aren’t designed in Taiwan.
JHK: We hand them a set of blueprints and they make the stuff for them.
JJ: There are still an awful lot of intelligent, clever constructive Americans and they are still doing clever constructive things. Is it more necessary to be able to design computers or is more necessary to be able to manufacture computers. I think that it is necessary to do both. I think it is fatal to specialize. And all kinds of things show us that and that the more diverse we are in what we can do the better. But I don’t think that you can dispose of the constructive and inventive things that America is doing—and say oh we aren’t doing anything anymore and we are living off of what the poor Chinese do. It is more complicated than that. There is the example of Detroit which you noticed yourself was once a very prosperous and diverse city. And look what happened when it just specialized on automobiles. Look at Manchester when it specialized in those dark satanic mills, when it specialized in textiles. It was supposed to be the city of the future.
JHK: We have an awful lot of places in America that don’t specialize in anything anymore and don’t produce anything in particular anymore.
JJ: Well that’s better than specializing.
JHK: I am thinking about the region where I live which is a kind of a mini rust-belt of upstate New York—one town after another where the economy has completely vanished. There is no more Utica, New York, really. There is no more Amsterdam, New York, or Glen’s Falls or Hudson Falls. They are gone. And I am wondering, is the rest of America going to be like that.
JJ: Never underestimate the power of a city to regenerate.
JHK: Well that’s fair enough.
JJ: And things everywhere are not as bad as you are picturing.
JHK: Oh, I am Mr. Gloom and Doom..
JJ: For instance Portland—lots of constructive things are happening in Portland.
JHK: I’d say Portland is in pretty good shape compared to lots of other American cities—but it ain’t France.
JJ: No, it ain’t. But there are lots of things about America that are better in their own way than France.
JHK: Ok well I am depressing myself with America. Are there other parts of the world in Europe or elsewhere that you particularly love or admire for particular reasons.
JJ: I am very fond of the Netherlands. My husband and I spent four weeks just traveling around there because I went to the Netherlands to make some talks and got paid.
JHK: Yay!
JJ: And we used the pay to travel.
JHK: So what rang your bell about it?
JJ: Actually the immense variety of it in very small compass. The human scale of the whole thing and the density is far above what we are used to in North America, or anywhere. The high density and human scale are not incompatible at all.
JHK: Let me ask you about a few places. How do you feel about Paris?
JJ: I haven’t been there long. I have only made short visits, but what I saw of course was enchanting. And I kept thinking that I had been there before…it was because I had seen it in paintings—all these triangular corners.
JHK: The urbanism is so rigorous. But as I have joked to lecture audiences myself before—nobody ever comes home from Paris and complains about the uniformity of the boulevards.
JJ: No, they are interesting and they are beautiful.
JHK: Ok, London, what is your take on London?
JJ: I am ambivalent about London because I am so ambivalent about England in general.
JHK: Really? What’s your beef with it?
JJ: I cannot stand that class system. I haven’t been there in quite a few years, though I have been invited there often—I just don’t want to go back. It’s a kind of museum piece of feudalism as I can see, socially. The English rub me the wrong way—but I love Ireland.
JHK: I was there a few years ago. Ireland is sort of a strange case because here you have this country that was miserably poor for hundreds and hundreds of years and all the sudden they have a middle class for the first time in their history. Well, one of the consequences of course is that there are unbelievable numbers of German tour buses clogging up their roads.
JJ: Yeah, no doubt. But it’s a lovely place and they are a lovely people. And maybe part of my animus against the English is the way they have always treated the Irish and they way they still think about the Irish.
JHK: Hmm. OK, any other parts of the world—have you been to South America or Mexico? I was in Mexico City a couple of years ago. Unbelievable.
JJ: What did you think of it?
JHK: The biggest ashtray in the world. And ecological horror—just on the ground. And I’ll admit it was a social horror as well. I went out to visit the slums of Chalco in which more than a million people live in packing crates with mud floors. And it happens to be a part of the valley of Mexico which has very poor hydrology and all the sewage from Mexico City proper percolates up in that part of the slum and the people walk around in it in the rainy season in the mud and then it dries out and turns into airborne disease. It’s a pretty horrifying place. Any other places that you favor in the world?
JJ: Yeah, I like what I saw of Italy, which wasn’t very much. Of course I was enchanted with Venice. I like Denmark. I shouldn’t say Denmark because the only part I have been in is Copenhagen.
JHK: The Europeans seem to have a higher regard for city life then we do, and to do better with it. How do you account for that?
JJ: Well, you have to go back to something I don’t understand and can’t explain which is these hysterias that went over America. I guess different kinds of hysterias went over Europe but not that kind.
JHK: They get Adolf Hitler and we get Ed Logue.
JJ: So we are lucky.
JHK: But you go to an Italian city and one of my—whenever I think about Italian cities I think that being in a place that is almost completely made of masonry and here and there just a little spot of color—a geranium or a petunia or a flower and they do that so beautifully.
JJ: It counts for a lot—those little spots of greenery and color.
JHK: Yeah they don’t have to put a $30,000 berm full of landscaping and juniper shrubs and palm trees.
JJ: There is Lisbon—and it’s a very poor city in many ways, or it was when I was there, I guess it still is. So many charming things, so many interesting things.
JHK: Have you been to Las Vegas?
JJ: No I haven’t. My husband went there to a convention. He gave me quite a report.
JHK: Yeah I wanted to cut my throat after being there for about five days. In fact I paid extra to change my airplane ticket and leave a day early. Its pretty frightful.
JJ: I like Japan.
JHK: Tell me about Japan.
JJ: Well, I was there in ’72 so what I will tell you is very outdated. But what you were just saying about that one flower, that one tree—well the Japanese are virtuosos. They make just the little accent that makes all the difference. So much there is so beautiful—just a shop window display is a work of art. Just the way they make all kinds of things out of Bamboo that are so ingenious. Just the way this little bamboo drain or latch is so beautiful. The masonry around the streams to hold the bank are beautiful—and not all one kind and not just cement.
JHK: Well, that is something that amazes me with the United States versus Europe. When we are faced with the task of fixing up a river bank — and many American cities are on rivers—we have to put a theme park there, we have to put ball parks, aquariums, all this stuff. In Europe they make granite embankments with a ramp or stairs down to the water, and it’s beautiful.
JHK: When did your husband pass away?
JJ: In 96—four years ago.
JHK: How has it been for you?
JJ: Well, of course I miss him. I am glad I am a working person. I mean I am still interested in my work, I didn’t loose interest in life or anything. Also, my children and other members of the family I am very close to.
JHK: Your son lives up the block?
JJ: Down the block. It has to be down toward the lake. Everything goes down toward the lake.
JHK: How often does he come calling?
JJ: Just about every day. In fact he and his daughter will probably come over and have dinner with me. His wife is visiting in New York this week visiting her brother and his wife. And his wife teaches in a very interesting day care center but it doesn’t begin until next Monday.
JHK: You have pretty clearly left urbanism somewhat behind and moved onto Economics really in the last fifteen twenty years. What are you working on now?
JJ: I am not working on a book right now. Because I postpone—I get absolutely ruthless in my own way about not doing anything else when I am trying to concentrate on writing a book. I have to stick to it and concentrate. So all kinds of things that I should have been doing have been postponed. And I have been trying to catch up on them. I try to keep active as a citizen here [Toronto] and do what I can.
JHK: Is there a particular idea that you are interested or turning over your head the way you were elaborating import replacement twenty years ago or the way you developed Systems of Survival. Is there a particular idea that you find you are galvanized by these days?
JJ: I am interested in the subject for instance of why is time such an enemy in American neighborhoods and what specific things at present does time threaten as far as you can see and how can it be made an ally?
JHK: Are you suggesting that American neighborhoods by and large don’t regenerate themselves?
JJ: I think that they have a very poor track record with regard to time.
JHK: How did Greenwich Village fare over the fifty, sixty years that you have known it.
JJ: Oh, it has done very well. If other city neighborhoods had done as well there would be not trouble in cities. There are too few neighborhoods right now so that the supply doesn’t nearly meet the demand. So they are just gentrifying in the most ridiculous way. They are crowding out everybody except people with exorbitant amounts of money. Which is a symptom that demand for such a neighborhood has far outstripped the supply.
JHK: I have always been puzzled why Harlem was not redeveloped. I went to high school in Harlem on 135th Street.
JJ: Well it is starting to. What I read is and hear is that it is starting to gentrify and but I am glad to see that it is black professionals and black families and artists that are leading in the gentrification. It would be too bad for the neighborhood to be taken away from them.
JHK: When I was a kid Brooklyn was like another planet. It was like Czechoslovakia it was so far away, and so alien. And now Brooklyn is the place where my whole generation has moved to in New York City.
JJ: Well parts of Brooklyn now are, you might say, the outliers of Greenwich Village.
JHK: Was Greenwich Village ever a bad neighborhood going back before your lifetime.
JJ: You know it’s not small. Greenwich Village is a pretty big district. And yes there were parts of it. There was the south village which was heavily Italian and before that I guess mainly Irish. Carmine Street and so on. That was considered bad. Sullivan Street which is considered very chic now. I remember it when it was just teeming with poor children and tenements so I suppose it was considered bad. And of course the West Village was considered bad. We didn’t know it when we moved there, fortunately, but it was designated a slum to be cleared away in the 1930s and Rexford Tugwell who was one of Roosevelt’s “brain trusters.” I think he was chairman of the planning commission at the time that was declared.
JJ: [Leafing through scrapbook, points at photograph.] Oh, here is Lewis Mumford! [There are several letters accompanying it.]
JJ: I am going to read this so that we could get this on tape:
3 May 1958, Amenia, New York
Dear Ms. Jacobs,
Your talk at the New School gave me the deepest satisfaction perhaps because you stated with such refreshing clarity a point of view that only a few people in city planning circles like Ed Bacon even dimly understand. Your analysis of the functions of the city is sociologically of the first order. And none of the millions being squandered by the Ford Foundation or “urban research” will produce anything that has a minute fraction of your insight and common sense. Your analysis of vast bungle called Lincoln Center is devastatingly just. I myself had held off attacking it in the New Yorker because I mistakenly felt that even in an age as irrational as ours a plan as massively inept as that one would never get beyond the stage of advanced publicity. But I did not reckon with our present American capacity for organizing and capitalizing emptiness. You ought to reach a wider audience for your ideas. Have you thought of the Saturday evening Post? They seem in the mood for serious contributions these days. At all events keep hammering. Your worst opponents are the old fogies who imagine that Le Corbusier is the last work in urbanism.
With all good wishes faithfully,
Lewis Mumford
P.S. You are Miss, aren’t you? I am nervous ever since I addressed a Japanese teacher of home economics as Miss and found out that she was a Mr.
18 June 1958 Amenia, New York
Dear Ms. Jacobs,
Always do what you would really like to do. There are a half a dozen publishers who would snap up a manuscript of yours on the city. And though I can’t guess how the public would take to it, you have a duty to produce the book. There is no one else who had so many fresh and sensible things to say about the city and it is high time these things were said and discussed. So get to work. But have a contract sewed up after you have done a chapter or two. I am now finishing the first draft of volume one of my new book on cities, the historic part—I shan’t finish the second volume on what to do about it until your work is done.
Faithfully,
Lewis Mumford
22 July 1958 Amenia, New York
These are the days dear Jane Jacobs when we have reason to fear the worst—both from city hall and from the White House. People suspect me of exaggeration I suppose when I suggest that if anything survives this age it will be know retrospectively as the age of wreckers and exterminators. Perhaps the greatest merit of the book I am now doing will be to show how we got this way. That may give us a clue to constructive counteractivism. But it is a long way from being finished, for the trail is both devious and dim. Meanwhile it is good news to learn of your own prospects. This own master builders unlike Ibsen’s likes to hear the younger generation knocking at the door.
Faithfully Lewis Mumford
JHK: Where does he start knocking you?
JJ: This is the last one and it’s not to me.
JHK: This is to Mr. Wensburg of Columbia University
Dear Mr. Wensburg,
I appreciate your courtesy in sending me Ms. Jacobs article which in fact I had happened to had already read. But in asking for comment you were in effect suggesting that an old surgeon give public judgement on the work of a confident but sloppy novice operating to remove an imaginary tumor to which the youngster has erroneously attributed the patient’s affliction, whilst overlooking major impairments in the actual organs. Surgery has no useful contribution to make in such a situation, except to sew up the patient and dismiss the bungler.
Cordially yours,
(signed) Lewis Mumford
End of tape.
Note: Years later, in a review of Garden Cities of Tomorrow in the New York Review of Books dated April 8, 1965, Mumford wrote:
“. . . Jane Jacobs preposterous mass of historic misinformation and contemporary misinterpretation in her The Life and Death of Great American Cities exposed her ignorance of the whole planning movement.”
Otros libros relacionados:
La cabeza de Goliat. Microscopía de Buenos Aires – Ezequiel Martínez Estrada
La ciudad en la historia. Sus orígenes, transformaciones y perspectivas – Lewis Mumford
Getting Up. Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York – Craig Castleman
Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental – Richard Sennett
La cultura de las ciudades – Lewis Mumford
The arcades project – Walter Benjamin (versión en inglés)
Buenos Aires. Historia de una ciudad (2 Tomos) – Mario Rapoport / María Seoane
Rep hizo los barrios (Buenos Aires dibujada) – Miguel Rep
La democracia urbana: una vieja historia – Henri Pirenne
La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo – Rose George
Jerusalén. Una ciudad y tres religiones – Karen Armstrong
La época de las catedrales. Arte y sociedad, 980-1420 – Georges Duby
La catedral gótica. Los orígenes de la arquitectura gótica y el concepto medieval de orden – Otto von Simson
 

ENTREGA LibrosKalish A DOMICILIO (OPCIONAL – CAP. FED.) $50.

Contacto: juanpablolief@hotmail.com


Historia de las utopías – Lewis Mumford

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Historia de las utopías – Lewis Mumford

Estado: nuevo.

Editorial: Pepitas de Calabaza.

Precio: $410.

En este hermoso y valioso volumen, Lewis Mumford hace balance crítico del pensamiento utópico: su historia, sus fundamentos básicos, sus aportaciones positivas, sus cargas negativas y sus debilidades.
Releyendo las utopías más conocidas e influyentes y los mitos sociales que han desempeñado un papel de primer orden en Occidente, y contrastándolos con las utopías sociales parciales todavía recientes, Mumford valora el impacto que todas estas ideas podrían tener en cualquier nuevo camino hacia Utopía que estemos dispuestos a emprender.
Presentamos por primera vez en castellano el primer libro que publicó Lewis Mumford, escrito con apenas veintisiete años, y que no dejó de reeditar a lo largo de toda su prolífica vida. La edición que presentamos cuenta además con un prólogo que el propio Mumford redactó casi cincuenta años después de su edición original.
En un momento en el que cada vez se escuchan más voces que hablan de la necesidad de que la sociedad cambie de rumbo, y en un tiempo en el que todas las brújulas parecen irremediablemente rotas, este libro se antoja una lectura básica por su fino análisis, por su anticipación y por la lucidez propia del pensamiento de Mumford.
Lewis Mumford (1895-1990), cuya obra escrita abarca más de seis décadas, ha hecho contribuciones muy importantes a la literatura del saber histórico, filosófico y artístico, así como a la crítica de la arquitectura. Pero como quizá sea más conocido este humanista estadounidense es por sus trabajos sobre urbanismo y por su evaluación de la tecnología.
Mumford fue miembro fundador de la Regional Planning Association of America, y durante treinta y dos años escribió una columna sobre arquitectura titulada «Sky Line» para el New Yorker. Formó parte de las facultades de varias instituciones: de la Universidad de Stanford, la Universidad de Pensilvania, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) o del New York City Board of Higher Education entre otras. Fue galardonado con multitud de distinciones, las más destacadas de las cuales han sido la Medalla Presidencial de Libertad, la Medalla Nacional de Literatura y, en 1986, la Medalla Nacional de Arte.
Es un inmenso placer para quienes construimos esta casa editorial acercar al lector en español las cimas intelectuales de nuestro querido maestro: los dos volúmenes de El mito de la máquina (Técnica y evolución humana y El pentágono del poder), La ciudad en la historiaHistoria de las utopías y, próximamente, Arte y técnica e Interpretaciones y previsiones.
Esquirlas de un mundo imaginado
Andrés Tejada Gómez
No hay noticias del pasado sobre sociedades que no incluyan el conflicto como manera de relacionarse. Violencia: la respuesta a una tensión presente en cada retazo de la narración de la especie. Desde esa perspectiva, la arquitectura de la humanidad parece ser la batalla incesante como forma de supervivencia. Desde el tris en que el primate cobró noción de su fragilidad en el cosmos, elaboró mitos para mitigar la angustia, dio sepultura a sus muertos y con dos piedras frotadas creyo estar iluminando el túnel del futuro; desde ese preciso instante surgieron las atrocidades que luego no harían más que multiplicarse. Lograr concensos aparenta ser la tarea más intrincada que ha tenido la humanidad. Una invisible frontera. Cuando uno cree que está a punto de cruzarla se mueve en otra dirección. O desaparece del horizonte. Y lo único plausible es construir utopías. Una soñada gramática social disponible para dibujar un proyecto emancipador. Publicado originalmente en el año 1922, Historia de las utopías, es el primer texto de Lewis Mumford. Todavía no había alcanzado los treinta años pero su capacidad intelectual lo había munido de las herramientas para escribir un texto de resonancias considerables. Un texto magnético: una inquietante historia de lo que pudo haber sido si la humanidad hubiera optado por caminos más honrosos. Mumford es un autor inclasificable y a la vez central del siglo XX. Una viga sustancial de ese edificio de pensadores arriesgados que pusieron en duda las nociones establecidads. Sus múltiples intereses lo han llevado a ser considerado un historiador, un sociólogo, un urbanista y un referente insoslayable a la hora de pensar la tecnociencia. Un filósofo de turbia mirada sobre su propio presente. Su formación ecléctica y voraz lo ha llevado a convertirse en un erudito y un autodidacta. Un equilibrista de la palabra y un francotirador de los anesteciados conceptos con los que se pensaba. A pesar de esto, sus textos podían no estar en la biblioteca de aquel que tuviera curiosidad. Durante años, hallar sus libros no fue tarea sencilla; no había política de reedición. Pero desde inicios del siglo XXI, la editorial española Pepitas de Calabaza viene realizando un trabajo que recupera su obra. Justo reconocimiento que ilumina con virtud las transformaciones que nos toca atravesar. Anatole France escribió: “Sin los utopistas del pasado, los hombres todavía vivirían en cavernas, desnudos y miserables. Fueron los utopistas los que delinearon la primera ciudad. Los sueños generosos producen realidades benéficas. La utopía es el principio de todo progreso y el ensayo de un mundo mejor”. Historia de las utopías es un ensayo que repasa las diferentes etapas donde pensadores proyectaban una sociedad diferente a la que les tocaba vivir. De izquierda a derecha, se pueden citar una importante cantidad de textos que tienen como fin imponer una mirada renovadora frente a los avatares que trae aparejada la modernidad. Ya sea desde una perspectiva política: ¿Qué hacer?, de Lenin, a un escabroso ensayo de tono apocalíptico: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Estar vivo es estar preso de la necesidad de agenciar la osadía de pensar un contexto que pudiera adecuarse a lo que se consideran las necesidades primordiales. La utopía: ese lugar que desearíamos que fuese tal y como lo imaginamos. Una realidad mucho más placentera. Una cultura que diera cuenta de condiciones de mejor existencia para la mayoría de sus habitantes en la menor cantidad de tiempo. Una solución. Un cambio político drástico que pusiera en un nuevo orden los vínculos sociales. Un diagrama singular que pudiera ser como un círculo donde todos estuvieran incluidos. A su vez, un ideal que se concibe como una meta a la que se llega ejercitando la paciencia y el empeño del esfuerzo pensado como objetivo común. “¿Qué deben hacer los hombres con todo su conocimiento y poder?”, se pregunta Mumford. Y es una pregunta que nos sigue interpelando con firmeza. Un embrión de duda. Estructurado como un libro de historia pero que se anticipa a las nociones que entienden que la historiografía no puede escapar a las exigencias narrativas, Mumford elabora un hilo de sentido donde uno se puede encontrar con Platón, Tomás Moro -y su fascinante personaje Rafael Hitlodeo-, Johannes Valentinus Andreae, Étienne Cabet, William Morris. De una exposición clara, Mumford repasa, explica y otorga un juicio sobre cada una de esas ciudades futuras que brindarían un sostén para “la creencia utópica en que la vida presenta distintas potencialidades latentes e inutilizables que podrían cultivarse y llevarse a la perfeccipon se me antoja algo saludable; y todavía conservo tal creencia en la permanente posibilidad de autotransformación y autotrascendencia del hombre”. En el año 1968, Pasolini escribió en El caos. Contra el terror lo siguiente: “El paso de una cultura humanista a una cultura técnica pone en peligro la noción misma de cultura”. Mumford hubiera adherido a sus palabras. Sin duda.
Otros libros relacionados disponibles en LibrosKalish:
Historia de la literatura utópica. Viajes a países inexistentes – Raymond Trousson
En pos del milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media – Norman Cohn
El incendio milenarista – Yves Delhoysie y Georges Lapierre
La revolución husita – Joseph Macek
Durruti. The people armed – Abel Paz (versión en inglés)

 

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La ciudad en la historia. Sus orígenes, transformaciones y perspectivas – Lewis Mumford

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En La ciudad en la historia Lewis Mumford arranca de una interpretación radicalmente innovadora sobre el origen y la naturaleza de la ciudad, y sigue su evolución en Egipto y Mesopotamia pasando por Grecia, Roma y la Edad Media hasta llegar al mundo moderno. En lugar de aceptar que el destino de la ciudad sea la tendencia a la congestión metropolitana, la expansión descontrolada de los suburbios y la desintegración social, Mumford esboza un orden que integre las instalaciones técnicas con las necesidades biológicas y las normas sociales. Tan convincente como exhaustiva, esta obra de Mumford «es mucho más que el estudio de la cultura urbana a lo largo de los siglos, es una revitalización de las civilizaciones» (Kirkuk Reviews).
Este libro fue reconocido como una obra excepcional desde el momento de su publicación en 1961 y fue ampliamente laureado y galardonado con diversos premios, entre ellos el National Book Award de 1962. Es un libro fundamental, una de las obras más importantes del siglo xx.
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Lewis Mumford (Flushing, Queens, ciudad de Nueva York, 19 de octubre de 1895 – 26 de enero de 1990, Amenia, estado de Nueva York).Sociólogo, historiador, filósofo de la tecnociencia, filólogo y urbanista estadounidense. Se ocupó sobre todo, con una visión histórica y regionalista, de la técnica, la ciudad y el territorio. Destacan en particular sus análisis sobre utopía y ciudad Jardín, aunque tienen mayor resonancia sus obras interdisciplinares, así El mito de la máquina.
Mumford pertenece a ese género de intelectuales que nunca acabó una carrera universitaria y que, además, siempre mostró una postura crítica con la formación oficial, en particular, y con cualquier institución estatal, en general.
Dotado de una vocación autodidacta realmente voraz, Mumford comenzó siendo un crítico de arquitectura y urbanismo, y escribió múltiples libros y artículos sobre dicho tema a lo largo de su dilatada vida. La historia de las utopías, 1922 y Sticks and Stones, 1924, fueron sus primeras obras relevantes en dicho campo, y le supusieron fama inmediata entre toda una generación de arquitectos europeos revolucionarios (Gropius, Mendelsohn…) a quienes sorprendió tanto su juventud como su visión crítica.
No mucho después, Frank Lloyd Wright, acaso el más influyente de los arquitectos norteamericanos de principios del siglo XX, se pondría en contacto con Mumford, ya que éste había expresado en numerosas ocasiones que “sólo Frank Lloyd Wright puede salvar a la humanidad del caos urbanístico al que se aproxima, de un urbanismo mecánico, frígido, aséptico, inhumano”.
Durante décadas, estos dos grandes mantendrían una apasionada relación vía epistolar, en la que Mumford siempre se mantuvo distante, ofreciendo a veces críticas positivas y otras realmente destructivas. Más de una de las depresiones de Wright fueron causadas por la dureza de Mumford: éste era visto por Wright como una especie de padre espiritual, pese a que Mumford era bastante más joven. Dichas cartas fueron publicadas en la obra Wright and Mumford. Thirty years of correspondence, 1999.
Aunque destaque sus análisis sobre la utopía y la ciudad Jardín, sus obras más resonantes, sin embargo, pertenecen a un género interdisciplinar y erudito realmente único en el siglo XX, dónde se dan cita ciencia, tecnología, religión, psicología (psicoanálisis en particular), arte, antropología, estética o biología entre otras. Esto es especialmente evidente en su gran obra final, El mito de la máquina, quizás la última gran obra humanista y totalista del su centuria.
No en vano, Lewis Mumford ha sido tildado de “último humanista del siglo XX” y “erudito entre los eruditos”, si bien su humanismo forma parte de una intensa crítica y renovación de un término que él mismo consideraba caduco en su centuria. Curiosamente, y pese a las admiraciones que suscitó en vida por parte de artistas, políticos, intelectuales, poetas o psicoanalistas, fue un autor bastante olvidado en las décadas finales del siglo XX. Él mismo advirtió que su obra sería relegada al olvido porque causaría humillación y malestar a todo aquél hiperespecialista que intentara leer cualquiera de sus libros o artículos. En ciertos círculos de estudiosos de la arquitectura y el urbanismo siguió siendo obligatorio el conocimiento de este autor. Pero afortunadamente su obra se está recuperando en el siglo XXI en España: y hoy circulan —además de Técnica y civilización—, El mito de la máquina. Técnica y evolución humana y El pentágono del poder, así comoLa ciudad en la historia. Sus orígenes, transformaciones y perspectivas, libro recuperado en 2012.
La ciudad en la historia, aparecida en 1961, es su obra más relevante en el campo “urbanístico”, pero se trata más bien de una obra realmente extensa repartida en dos densas partes donde propone una visión de la ciudad como un organismo vivo. Dicho organismo, con su estética, edificios, funciones, política o sociología sólo puede ser comprendida, según Mumford, desde la óptica del filósofo generalista. Por ello, Mumford despliega toda una serie de conocimientos reflexivos y críticos, mezclando historia, filosofía, religión, política, jurisprudencia con arquitectura.
Este proyecto resulta revolucionario no sólo en lo que el título propone, sino en la multitud de tesis particulares introductorias que ponen en duda teorías económicas, históricas y antropológicas consideradas todavía hoy canónicas. Si bien puede ser considerada su obra más influyente (mas no la mejor), los historiadores del urbanismo sólo parecen haber tomado sus secciones más descriptivas, mostrando que la profecía de Mumford (que su obra sería relegada al olvido por su pluralismo nada unidireccional) era verosímil.
Otro notable historiador del urbanismo, A.E.J. Morris, realizó una obra meramente descriptiva y formalista (Historia de la forma urbana) que, aun teniendo en cuenta la línea cronológica básica expuesta por Mumford, olvidaba la principal lección: solo una visión holística desentraña la parte cognoscible de la historia del urbanismo. Cabe destacar que el estilo literario empleado por Mumford en la redacción de esta obra resulta sumamente poético y elegante. Por ello, a veces puede parecer, gratamente, una especie de “ensayo novelesco”.
Pero retrocedamos en el tiempo. A partir del 1934 se ocupó extensivamente de la cultura de las máquinas. En general, el trabajo de Mumford es abundante y exhaustivo, cubre todo tipo de información histórica, y pone en relación las diversas civilizaciones (Asia, Egipto, precolombinas, Occidente en sus distintas fases).
Dentro del enfoque macroestructuralista, se ocupó de cómo determinadas invenciones tecnológicas transformaron radicalmente la sociedad, como es el caso del reloj, que influirá en trabajos posteriores como el de David Landes, Revolución en el tiempo, de 1987.
Técnica y Civilización (1934) -que se tradujo en Buenos Aires, en 1945, lo que facilitó la versión del resto de su obra- es seguramente su obra más representativa y reeditada. Ahí propone quizás su noción más célebre: la “megamáquina”. Con ella describe cómo en el antiguo Egipto, la construcción de las pirámides supuso poner en marcha, además de habilidades constructivas, toda una compleja burocracia organizativa del trabajo. La Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la bomba atómica son ejemplos de esa megamáquina en nuestro tiempo. Mumford consideraba que esta megamáquina encierra grandes peligros y es destructiva y escapa al control de los seres humanos. Su visión pesimista de la tecnología se ha extendido a autores como L. Winner.
Mumford no abogaba por un rechazo a la tecnología sino por la separación entre tecnologías “democráticas”, que son aquellas que están acorde con la naturaleza humana, y tecnologías “autoritarias”, las que son tecnologías en pugna, a veces violenta, contra los valores humanos. Por lo que sostiene la búsqueda una tecnología elaborada sobre los patrones de la vida humana y una economía biotécnica.
Su punto de vista está muy relacionado con la forma de concebir las relaciones humanas y urbanas planteada por los anarquistas clásicos (Kropotkin, desde el pensamiento social o Howard, desde el urbanístico, con su idea de “ciudad jardín” por ejemplo), pero también de los urbanistas canónicos más importantes y clásicos del siglo XX, como Le Corbusier.
Munford también colaboró en la reforma de las new towns inglesas, afrontando la función simbólica y la expresión artística en la vida del hombre. Se le ha relacionado culturalmente con autores como: Patrick Geddes, Ebenezer Howard, Henry Wright, Raymond Unwyn, Barry Parker, Patrick Abercrombie, Matthew Nowicki.
La utopía, la ciudad y la máquina
 Lewis Mumford
El hecho de que las utopías, desde Platón hasta Bellamy, hayan sido ampliamente visualizadas como una ciudad , parecería tener una explicación histórica sencilla. Las primeras utopías que conocemos se construyen en Grecia, y a pesar de sus repetidos esfuerzos para establecer una confederación, los griegos no fueron nunca capaces de concebir una comunidad política humana excepto en la forma concreta de una ciudad. El propio Alejandro había aprendido tan bien esta lección que, cuando menos, una parte de las energías que podrían haberse empleado en conquistas mayores y mas rápidas se emplearon en la construcción de ciudades. Una vez establecida esta tradición, a los escritores posteriores, empezando con Tomas Moro, les fue fácil continuar, tanto más cuanto que laciudad tenia la ventaja de reflejar las complejidades de la sociedad dentro de un marco que respetaba la escala humana.
Ahora bien, no hay duda de que el pensamiento utópico fue profundamente influido por elpensamiento griego. Además, como tratare de mostrar, este modo de pensar, precisamente porque respetaba ciertas capacidades humanas que el método científico deliberadamente ignora, puede servir todavía de útil correctivo a un positivismo que no deja lugar para lo potencial, lo intencional o lo ideal. Pero cuando se escarba mas profundamente en la tradición utópica se descubre que sus fundamentos están enterrados en un pasado mucho mas antiguo que el de Grecia, y la cuestión que, en ultima instancia, se plantea no es: “¿Por qué son tan a menudo las ciudades el locus de la Utopía?”, sino: “¿Por qué tantasinstituciones que son características de la utopía vieron la luz por vez primera en la ciudad antigua?”.
Aunque he sido durante mucho tiempo un estudioso tanto de las utopías como de las ciudades, solamente en los últimos años han salido a la luz datos suficientes para sugerirme que el concepto de utopía no es una fantasía especulativa helénica, sino una derivación de un acontecimiento histórico: que, en efecto, la primera utopía fue la ciudad como tal. Si puedo establecer esta relación se esclarecerá mas de una cuestión, no siendo la menos importante la explicación de la naturaleza autoritaria de tantas utopías.
***
Pero miremos primero la utopía a través de los ojos de los griegos. Es harto extraño que aunque Platón se acerca al dominio de la utopía en cuanto a sus diálogos, el que tuvo mayor influencia, la República , es la utopía mas desprovista de imágenes concretas de la ciudad, excepto en lo que se refiere a la prescripción de limitar el números de sus habitantes para mantener de integridad y unidad.
En la reacción de Platón contra la polis democrática ateniense, el modelo que le sedujo fue el de Esparta: un Estado cuya población se hallaba diseminada en pequeñas aldeas. En laRepública, Platón retuvo muchas de las instituciones de la ciudad antigua e intentó darles una dimensión ideal; y esto, por si mismo, proyectará una luz oblicua tanto sobre la ciudad antigua como sobre la literatura utópica post platónica. Únicamente en las Leyes descendióPlatón lo suficiente desde las alturas para dar unos pocos detalles -demasiado pocos- de las características físicas reales de la ciudad que incorporaría sus controles morales y legales.
No es preciso entrar en las escasas descripciones platónicas de la ciudad: en las Leyes, la mayoría de los detalles del entorno urbano están tomados directamente de ciudades existentes, aunque en la encendida descripción de la Atlántida la imaginación de Platónparece evocar el audaz planeamiento de la ciudad helenística del siglo III a.c. Lo que nosotros hemos de tomar en consideración en Platón son mas bien esas limitaciones peculiares que sus admiradores -y yo sigo siendo uno de ellos- han pasado por alto hasta nuestros días, cuando nos vemos enfrentados, de pronto, con una versión magnificada y modernizada del tipo de Estado totalitario que Platón había escrito. Bertrand Russell fue el primero en hacer este descubrimiento, en su visita a la Rusia soviética al comienzo de la década de 1920, casi 20 años antes de que Richard Crossman y otros indicasen que laRepública de Platón, lejos de ser un modelo deseable, era el prototipo del Estado fascista, aun cuando ni Hitler ni Mussolini y ni siquiera Stalin se cualificasen exactamente por el título de Filosofo-Rey.
Es cierto que Platón, en el Libro Segundo de la República , casi llegó a describir la sociedad normativa de la Edad de Oro de Hesíodo: esencialmente, la comunidad preurbana del cultivador neolítico, en la que ni tan siquiera el lobo y el león, como narra el poema sumerio, eran peligrosos, y en la que todos los miembros de la comunidad compartían sus bienes y sus dioses -en la que no había una clase dominante explotadora de los aldeanos, no obligación de trabajar para producir unos excedentes que la comunidad local no estaba autorizada a consumir, ni gusto por el lujo ocioso, ni celosa reivindicación de la propiedad privada, ni una exorbitante ansia de poder, ni guerra institucional-. Aunque los estudiosos han arrumbado despectivamente y durante largo tiempo el “Mito de la Edad de Oro”, es su saber, más que el mito lo que ahora ha de ser puesto en cuestión.
En efecto, dicha sociedad había surgido al final de la ultima era glaciar, si no antes, cuando el largo proceso de domesticación había llegado a un techo en el establecimiento de pequeñas comunidades estables, con un abundante y variado abastecimiento de alimentos; comunidades cuya capacidad para producir un excedente almacenable de grano proporcionaba seguridad y una alimentación adecuada a los jóvenes. Este aumento de vitalidad se vio acrecentado por una vívida intuición biológica y por la intensificación de las actividades sexuales, lo que atestigua la multiplicación de símbolos eróticos, en grado no menor que el éxito, no superado en ninguna cultura posterior, en la selección y cría de plantas y ganado. Platón reconocía las cualidades humanas de estas comunidades más sencillas; por tanto, es significativo que no hiciera el menor intento de recuperarlas a un nivel más elevado. (La institución de las comidas comunales para ciudadanos varones, tal como se practicaba todavía en Creta y en Esparta, ¿fue acaso una excepción?) Dejando aparte esta posibilidad, la comunidad ideal de Platón comienza en el mismo punto en el que llega a su fin la temprana Edad de Oro: con el gobierno absoluto, la coerción totalitaria, la permanente división del trabajo y constante disposición para la guerra -aceptado todo ello puntualmente en nombre de la justicia y de la sabiduría-. La guerra era tan central en toda la concepción platónica de la comunidad ideal que Sócrates, en el Timeo al confesar su deseo de contemplar esa estática República en acción, demanda una descripción del modo cómo libraría “una batalla contra sus vecinos”.
Todo el mundo se halla familiarizado con los pilares fundamentales de la República. Laciudad que describe Platón es una ciudad cerrada sobre si misma; y a fin de garantizar esta autosuficiencia ha de poseer tierra bastante para alimentar a sus habitantes y para mantenerse independiente de toda otra comunidad: autarquía. La población de esta comunidad se divide en tres grandes clases: labradores, artesanos y “defensores”, una casta especial de “guardianes”. Estos últimos se han convertido en los controladores y condicionadotes habituales de la mayoría de las comunidades políticas ideales, bien en su comienzo, bien en su gobierno cotidiano: Platón había racionalizado la realeza.
Una vez seleccionados, los miembros de cada una de estas clases deben mantenerse en su profesión y ocuparse estrictamente de lo suyo, recibiendo ordenes de los de arriba, y sin protestar. Para asegurar una perfecta obediencia no debe permitirse “ideas peligrosas” ni emociones perturbadoras: de ahí una estricta censura, que se extiende incluso a la música. Para garantizar la sumisión los guardianes no vacilan en alimentar de mentiras a la comunidad: constituyen, de hecho, una arquetípica Agencia Central de Inteligencia dentro de un Pentágono Platónico. La única innovación radical de Platón en la República es el control racional de la raza humana a través del matrimonio comunal. Aunque con retraso, esta práctica se estableció durante breve tiempo en la Comunidad de Oneida y hoy ronda insistentemente en los sueños de más de un genetista.
Pero adviértase que la constitución y la disciplina cotidiana de la comunidad política ideal de Platón convergen hacia un único fin: la aptitud para hacer la guerra. La observación deNietzsche de que la guerra es la salud del Estado se aplica en toda su plenitud a la Repúblicade Platón porque solamente en la guerra son temporalmente soportables esa autoridad rigurosa y esa coerción. Recordemos esta característica porque, con uno u otro acento, la encontraremos tanto en la ciudad antigua como en los mitos literarios de la Utopía. Hasta la mecanizada “nación en mono” de Bellamy , reclutada para veinte años de servicio laboral, se encuentra bajo la disciplina de una nación en armas.
Si se considera el esquema de Platón como una contribución a un futuro ideal, hay que preguntarse si la justicia, templanza, el valor y la sabiduría se habían orientado alguna vez anteriormente a un resultado “ideal” tan contradictorio. Lo que Platón había, en verdad, conseguido no era superar las incapacidades que amenazaban a la comunidad política griega de su tiempo, sino establecer una base aparentemente filosófica para instituciones históricas que, de hecho, habían detenido el desarrollo humano. Aunque Platón era un amante de la sociedad helénica, nunca pensó que valiera la pena preguntarse de qué modo podrían conservarse y desarrollarse los múltiples valores que habían dado lugar a su propia existencia y a la de Sócrates; a lo sumo, fue lo bastante honesto para aceptar, en las Leyes, que todavía podían encontrase hombres buenos en sociedades malas -es decir, muy platónica- .
Lo que hizo Platón -trataré de demostrarlo- fue racionalizar y perfeccionar unas instituciones que habían surgido como modelo ideal mucho tiempo antes, con la fundación de la ciudad antigua. Se proponía crear una estructura que, a diferencia, de la ciudadexistente en la historia, fue inmune al desafío provocado desde el interior y a la destrucción provocada desde el exterior. Platón sabía demasiada poca historia para darse cuanta de adonde le llevaba su imaginación; pero al volver la espalda a la Atenas contemporánea, retrocedía incluso más allá de Esparta, por lo que hubo que esperar más de dos mil años, hasta que el desarrollo de una tecnología científica convirtiera en realidad sus singularmente inhumanos ideales.
Hay que destacar otro atributo de la utopía de Platón, no sólo porque fue transmitido a utopías posteriores, sino porque ahora amenaza con llevar a cabo la consumación final de nuestra pretendidamente dinámica sociedad. Para realizar su ideal, Platón hace suRepública inmune al cambio: una vez constituida, el modelo de orden permanece estático, como en las sociedades de insectos, con las cuales guarda una estrecha semejanza. Elcambio, tal como lo describía en el Timeo , acontecía como una intrusión catastrófica de las fuerzas naturales. Desde su mismo comienzo aflige a todas las utopías una especie de rigidez mecánica. Según las interpretaciones mas generosas, estos se debe a la tendencia de la mente, o, cuando menos, del lenguaje, señalada por Bergson, a fijar y geometrizar todas las formas de movimiento y cambio orgánico: a detener la vida para entenderla, a matar el organismo para controlarlo, a combatir el incesante proceso de autotransformación que subyace en el origen mismo de las especies.
Todos los modelos ideales tienen esta misma propiedad de detener la vida, si no de negarla; de ahí que nada puede ser más funesto para la sociedad humana que realizar estos ideales. Pero afortunadamente no hay nada menos probable, porque, como observó Walt Whitman, está previsto en la naturaleza de las cosas que cada consumación emerja en condiciones que hagan necesario ir más allá de ella – afirmación superior a la que proporciona la dialéctica marxista-. Un modelo ideal es el equivalente ideológico de un contenedor físico: mantiene el cambio extraño dentro de los límites del proyecto humano. Con ayuda de los ideales, una comunidad puede seleccionar, entre una multitud de posibilidades, aquellas que son compatibles con su propia naturaleza o que prometen un desarrollo humano más amplio. Esto corresponde al papel de la entelequia en la biología de Aristóteles. Pero adviértase que una sociedad como la nuestra, comprometida con el cambio como su principal valor ideal, puede sufrir una interrupción y una fijación a través de su inexorable dinamismo y su caleidoscópica innovación, en grado no menor de lo que lo hace una sociedad tradicional a través de su rigidez.
Aunque es la influencia de Platón la primera que acude a la mente al pensar en las utopías posteriores, es Aristóteles quien se ocupa de manera más definitiva de la estructura real de una ciudad ideal. De hecho, podría decirse que el concepto de utopía impregna cada página de la “Política” . Para Aristóteles, como para cualquier otro griego, la estructura constitucional de una comunidad política tenía su contrapartida física en la ciudad; porque era en la ciudad donde los hombres se unían, no sólo para sobrevivir al ataque militar o para enriquecerse con el comercio, sino también para vivir la mejor vida posible. Pero las tendencias utópicas de Aristóteles iban mucho más lejos, porque comprara constantemente las ciudades reales, cuyas constituciones ha estudiado tan cuidadosamente, con sus posibles formas ideales. La política era, para él, la “ciencia de lo posible”, en un sentido bastante diferente del que ahora dan a esta frase quienes encubrían sus mediocres expectativas o sus débiles tácticas sucumbiendo, sin oponer ningún esfuerzo, a la probabilidad.
De la misma manera que cada organismo viviente tenía, para Aristóteles, la forma arquetípica de su especie, cuya realización gobernaba el proceso total de desarrollo y transformación, así también el Estado tenía una forma arquetípica; y un determinado tipo de ciudad podía ser comparado con otro no sólo en términos de poder, sino en términos de valor ideal para el desarrollo humano. Por una parte, Aristóteles consideraba la polis como un hecho natural, puesto que el hombre era un animal político que no podía vivir solo, a menos que fuera una bestia o un dios. Pero era igualmente cierto que la polis era un artefacto humano: su constitución heredada y su estructura física podían ser criticadas y modificadas por la razón. En resumen, la polis era potencialmente una obra de arte. Como en cualquier otra obra de arte, el medio y la capacidad del artista limitaban la expresión; pero la valoración humana, la intención humana, formaban parte de su diseño real. El interés racional de Aristóteles en las utopías se sustentaba no tanto en la insatisfacción por las deficiencias y fracasos de la polis existente, cuanto en la confianza en la posibilidad de perfeccionamiento.
La distinción establecida por Moro -un inveterado aficionado a los juegos de palabras-, al escoger la palabra utopía como un término ambiguo a caballo entre outopía, ningún lugar, y eutopía, el buen lugar, se aplica igualmente a la diferencia entre las concepciones de Platón y Aristóteles. La República de Platón estaba “en las nubes”, y después de su desastrosa experiencia en Siracusa (1) difícilmente podía esperar encontrarla en otro sitio. PeroAristóteles, incluso cuando en el Libro Séptimo de la “Política” bosqueja los requisitos de una ciudad ideal cortada según su propio patrón, sigue teniendo los pies en la tierra; no vacila en retener numerosas características tradicionales, tan accidentales como en el caso de las calles estrechas y torcidas, que podían ayudar a confundir y a obstaculizar a un ejército invasor.
Por tanto, en cada situación real, Aristóteles veía una o más posibilidades ideales surgidas de la naturaleza de la comunidad y de sus relaciones con otras comunidades, así como de la constitución de grupos, clases y profesiones dentro de la polis. Su propósito -declara abiertamente en la primera frase del Libro Segundo- “es considerar qué forma de comunidad política es la mejor de todas para quienes mejor pueden realizar su ideal de vida”. Quizá habría que subrayar esta afirmación porque en ella Aristóteles expresaba una de las contribuciones permanentes del modo de pensar utópico: la percepción de que los ideales, en cuanto tales, pertenecen a la historia natural del hombre animal político. Estos son los términos en los que dedica aquel capítulo a la crítica de Sócrates, tal como fue interpretado por Platón, y después continúa examinando otras utopías, como las de Faleas eHipódamo .
La asociación de lo potencial y lo ideal con lo racional y lo necesario fue un atributo esencial del pensamiento helénico, el cual consideraba a la razón como la característica central y definitiva del hombre: solamente con la desintegración social del siglo III a. C. dio paso esta fe en la razón a la creencia supersticiosa en el azar como dios último del destino humano. Pero cuando se examina la exposición de Aristóteles sobre la ciudad ideal vuelve a chocarnos, como en Platón , el ver cuán limitados eran estos originales ideales griegos. Ni Aristóteles, ni Platón, y ni siquiera Hipódamo, podían concebir una sociedad que sobrepase los límites de la ciudad ; ninguno de ellos podía abarcar una comunidad multinacional o policultural, ni aun centrándola en la ciudad; tampoco podían admitir, ni como un ideal remoto, la posibilidad de destruir las permanentes divisiones de clase o suprimir la institución de la guerra. A estos utópico griegos les resultaba más fácil imaginar posibilidad de abolir el matrimonio o la propiedad privada que la de liberar a la utopía de la esclavitud , la dominación de clase y la guerra.
En este breve repaso del pensamiento utópico griego se toma conciencia de unas limitaciones que fueron monótonamente repetidas por los escritores utópicos posteriores. Hasta el humano Moro, tolerante y magnánimo en el tema de las convicciones religiosas, aceptaba la esclavitud y la guerra; y el primer acto del rey Utopo cuando invadió la tierra de Utopía fue poner a trabajar a sus soldados y a los habitantes conquistados por él en la excavación de un gran canal, para convertir el territorio en una isla separada de la tierra firme.
Aislamiento, estratificación, fijación, regimentación, estandarización, militarización -en la concepción de la ciudad utópica, tal como la interpretación de los griegos, entran uno o varios de estos atributos-. Y estos mismos rasgos se mantienen, en forma abierta o disfrazada, incluso en las utopías supuestamente más democráticas del siglo XIX, como “Looking Backward” (mirando hacia atrás) de Bellamy. Al final, la utopía se funde con ladistopía del siglo XX, y de pronto nos damos cuenta de que la distancia entre el ideal positivo y el negativo no fue nunca tan grande como habían sostenido los defensores o los admiradores de la utopía.
Hasta aquí he discutido la literatura utópica en relación con el concepto de ciudad, como si la utopía fuese el lugar totalmente imaginario y como si los escritores utópicos clásicos, con la excepción de Aristóteles, formulasen una prescripción para una forma de vida bastante irrealizable, que tan sólo podía lograrse bajo condiciones excepcionales o en un futuro remoto.
A esta luz, todas las utopías, incluidas las de H. G. Wells, se presentan como un auténtico rompecabezas. ¿Cómo podía la imaginación humana, liberada supuestamente de las constricciones de la vida real, estar tan empobrecida? Y esta limitación resulta tanto más extraña en la Grecia del siglo IV, porque la polis helénica, de hecho, se había emancipado de muchas de las incapacidades de las monarquías orientales, movidas por el ansia de poder. ¿Cómo es posible que hasta los propios griegos visualizaran tan escasas alternativas a la vida consuetudinaria? ¿De dónde procedía esa total coacción y regimentación que distingue a estas comunidades políticas supuestamente ideales?
A estas preguntas puede dárseles más de una respuesta plausible. Quizá la que resulte menos aceptable para nuestra generación de hoy, científicamente orientada, sea la que sostiene que la inteligencia abstracta, operando con su propio aparato conceptual y en su propio y autorrestringido campo, es, en verdad, un instrumento coercitivo: un arrogante fragmento de la personalidad humana total, dispuesto a rehacer el mundo en sus propios términos, excesivamente simplificados, rechazando voluntariosamente intereses y valores incompatibles con sus propias asunciones y, consecuentemente, privándose de sí misma de todas las funciones cooperativas y generativas de la vida -sentimiento, emoción, exuberancia, espíritu de juego, libre fantasía-, en suma, las fuerzas liberadoras, dotadas de una creatividad impredecible e incontrolable.
Comparada aun con las manifestaciones más sencillas de vida espontánea dentro del fecundo ambiente de la naturaleza, toda utopía es, casi por definición, un desierto estéril, no apto para ser ocupado por el hombre. El edulcorado concepto de control científico, que B. F. Skinner insinúa en su “Walden Two”, no es sino otra forma de hablar de desarrollo interrumpido.
Pero hay otra posible respuesta a estas preguntas: a saber, que la serie de utopías escritas que vieron la luz en la Grecia helénica, fueron, en verdad, reflejos tardíos o residuos ideológicos de un fenómeno remoto, pero genuino: la ciudad antigua arquetípica. Que estautopía, efectivamente, existió en otro tiempo, realmente puede demostrarse ahora: sus beneficios reales, sus pretensiones y alucinaciones ideales y su severa y coercitiva disciplina se transmitieron a comunidades urbanas posteriores, y ello incluso después de que sus rasgos negativos se tornaran más conspicuos y formidables. Pero la ciudad antigualegó, por así decirlo, a la literatura utópica una imagen posterior de su forma “ideal”contenida en la mente humana.
Curiosamente el propio Platón, si bien, al parecer, como una ocurrencia tardía, se esforzó en dar a su utopía una fundamentación histórica, porque, en el “Timeo” y en el “Critias”, describe la ciudad y la Isla-Imperio de Atlántida en términos ideales perfectamente aplicables al Egipto faraónico o a la Creta minoana, hasta el punto de dar al paisaje de la Atlántida , con su abundancia de recursos naturales, una dimensión ideal ausente en el austero mundo de la “República”. En cuanto a la Atenas antediluviana, la comunidad pretendidamente histórica que conquistó la Atlántida nueve mil años antes de la época deSolón, fue, “casualmente”, una encarnación magnificada de la comunidad política ideal descrita en la “República”. Más tarde, en las “Leyes”, Platón se extiende repetidamente sobre las instituciones históricas de Esparta y Creta, enlazando de nuevo estrechamente su futuro ideal con un pasado histórico.
En tanto que el motivo que indujo a crear a Platón una utopía severamente autoritaria fue, sin duda, su aristocrática insatisfacción con la demagógica política ateniense, que él consideraba responsable de las sucesivas derrotas iniciadas con la Guerra del Peloponeso, acaso sea significativo que su retirada ideológica llevase aparejada una vuelta a una realidad anterior que reafirmaba sus ideales. El hecho de que esta imagen idealizada llegase por la vía del sacerdocio egipcio en Sais, país que Platón, y también Solón, habían visitado, proporciona, cuando menos, un hilo conductor entre la ciudad histórica en sus dimensiones originariamente divinas y las comunidades ideales más secularizadas de una época posterior. ¿Quién puede decir, entonces, que fueron solamente los problemas de la Atenas contemporánea, y no también los logros reales de la ciudad lo que alentó la excursión de Platón por la utopía?
Aunque en una primera lectura esta explicación pueda parecer exagerada, me propongo ahora presentar los datos -procedentes principalmente de Egipto y Mesopotamia- que hacen plausible esta hipótesis histórica. Porque es justamente en el principio de la civilización urbana donde se encuentra, no solamente la forma arquetípica de la ciudadcomo utopía, sino también otra institución utópica coordinada, esencial para todo sistema de régimen comunal: la máquina. En aquella arcaica constelación se hace patente por primera vez la noción de un mundo que se halla bajo un control científico y tecnológico total -lo cual constituye la fantasía dominante en nuestra época-. Mi propósito consiste en mostrar cómo en aquella temprana etapa la explicación histórica y filosófica van juntas. Si logramos entender por qué se fue a pique la más madrugadora de las utopías, quizá podamos intuir los riesgos con los que se enfrenta nuestra civilización actual, porque lahistoria es el más obstinado crítico de las utopías.
Nota (S.R.):
  (1) Ver Carta VII, Platón
Texto extraído de “Utopías y pensamiento utópico”, varios, editorial Espasa Calpe, Madrid, España.

 

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Confesiones de un librero de mierda

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Confesiones de un librero de mierda Juan Pablo Liefeld Christian Ferrer Ezequiel Martinez Estrada Borges
La sabiduría del maestro y la fortaleza del guerrero (1) (2)
Chuang Tzu
Traducción de Jorge Luis Borges
A la sombra de una Tumba Federal, existió, cuando yo aun era joven, un Pajarito Loco, que me enseñó todo lo que sé sobre un monje zen rebentado y sus aventuras extraterrestres.
Esta es una de las miles de historias que me contó Pajarito Loco y que te hire contando con el trascurso del tiempo que como el río va, sereno y cristalino en la superficie, demente y caotico en su lecho.
La sabiduría del Maestro
Cierto día el Monje Zen Rebentado recibió en su humilde prostíbulo del saber a uno de sus clientes más queridos.
En cualquier negocio, sea cual fuere el producto que se prostituye, atrae a toda clase de clientes, desde monstruos y alimañas a dragones y princesas. Como la orilla de un río en un claro de la selva que convoca desde tigres y pajaritos a monos y mosquitos o elefantes y hormigas.
Y en este caso, en cierto día que ahora nos ocupa, el Monje Zen Rebentado fue visitado por un docente de escuela secundaria  de Capital Federal que se dejaba caer cada tanto en el prostibulo en busca de la mejor carne del mercado para gozar con ella.
Hubo un tiempo en el que el Monje Zen Rebentado temío que su cliente hubiera entregado el equipo y los gusanos hubieran organizado un gran asado con sus restos. Ese temor se debio a que a que la última vez que lo había visto a su cliente le había contado éste que lo aguardaba en breve una operación muy complicada y jodida cuyo mal se origino en un pasado de sexo, drogas y rock and roll. Durante mucho tiempo nada supo de él. Cada tanto lo recordaba y una sombra negra de tristeza le nublaba el pensamiento haciendolo pensar que su cliente había estirado la pata. Hasta que una mañana caminando por la calle Corrientes se tropezo con él y el Monje Zen Rebentado sintió una gran alegria de saber que el sol seguia proyectando su sombra y la luna seguía covijando sus sueños.
En fin.
Ese cierto día que se dejo caer este cliente en busca de buena carne norteamericana, como siempre, como era habitual, se puesieron a charlar de libros y otras boludeces, pero fundamentalmente de libros. Después de todo el Monje Zen Reventado y su cliente eran dos enfermitos cuya morada espiritual estaba edificada sobre una biblioteca construida a lo largo de la senda de la nada de sus días.
El Monje Zen Rebentado le conto de los ingratos sinsabores de administrar un humilde prostibulo sin renunciar a la magia de la belleza, la inteligencia y el placer.
Luego pasaron al tema de qué libros los habian agarrado de los huevos últimamente hasta dejarlos secos y completos  como siempre que se hace el amor uno queda vacio y lleno.
En fin.
La cosa que la conversación derivo en la doscencia de su cliente.
Éste estaba contento porque le vino a agradecer una madre que su hija a partir de ser su alumna había empezado a leer. Que se la pasaba el día leyendo de todo. Y que eso era producto de su enseñanza.
El Monje Zen Rebentado recordo a su madre que había sido docente de matematica y que a pesar de que esa era una materia que para cualquier chico podía resultar un incordio, una experiencia casi treumatica que obligaba a ver a su maestro como un sutil e implacable torturador, a su madre, sus alumnos, tanto los de clases bajas como altas, la apreciaban.
Es que un buen docente puede trasmitir algo verdadero a sus discipulos si primero prueba su templanza y es capaz de diagnosticar sus alegria y sus tristezas. Si el maestro es incapaz de escuchar la risa y el llanto de su discipulo puede torturar a este durante toda la vida que jamas lograra franquear la muralla detrás de la cual su alumno por fin estara preparado para recibir lo que él tiene para enseñarle.
Y antes de retirarse su cliente le comento de su deseo de poseer a cierta puta cara, País de sombras de  Peter Mattihessenn, pero que no llegaba con el metalico para adquirirla.
El Monje Zen Rebentado no dudo ni tuvo nada que meditar, le ofrecio su propio ejemplar en prestamo para que lo leyera y se lo devolviera cuando lo terminara. No podia regalarle la puta cara que tenía a la venta, después de todo solo era un humilde proxeneta del saber. Pero sí podía ofrecerle su propio ejemplar que sabia que lo disfrutaria y se lo devolveria una vez que saciara sus necesidades con esa escort de lujo.
Y su cliente le respondio que no. Que gracias, que hiba a intentar conseguir la plata y que si no llegaba entonces aseptaba su ofrecimiento.
Entonces el Monje Zen Rebentado se sintio feliz porque supo en esa respuesta que su cliente no era tal sino un amigo que un día había aparecido por las sendas de la nada de Mercado Libre en busca de una transacción mercantil prostibularia y que ahora eso había virado hacia una amistad donde el dinero entre ellos era un fantasma ridiculo que podían ignorar para sentarse a tomar unos mates, fumar unos puchos y charlar de igual a igual como dos seres humanos.
La fortaleza del Guerrero
Pero tambíen hubo otra historia que se teje he hilvana a esta.
Y es la de cierta tarde en que el Monje Zen Rebentado que handaba loco sin un mango lo llamo un cliente y le pidio si podia ir antes de su horario habitual a la librería para retirar un libro.
El Monje Zen Rebentado tenía una resaca de la puta madre pero como dice el refran: la necesidad es hereje. Y ahí fue, arrastrando la porqueria que habia quedado de él la noche anterior a su prostibulo en busca del mango del que hablaba Discepolin en no me acuerdo que letra que si no me equivoco es Gira, Gira.
Bien.
Milagrosamente, como pudo, arrastrandose, como si estuviera atravezando un campo de batalla y no tomando un subte y caminando una cuantas cuadras llego en tiempo y forma para recibir a su cliente.
El cliente en cuestión era un militar retirado, un piloto de aviones de guerra del Ejercito Argentino y había llegado a su humilde prostíbulo en busca del libro del clérigo Gales Geoffrey de Monmouth que en el siglo XII escibió la Historia de los reyes de Britania de donde surgen todos los posteriores relatos del Rey Arturo y otros reyes que luego Shakeaspeare utilizaria para escribir algunas de sus piezas teatrales más logradas.
Este cliente era amante de las escort medievales, con la particularidad que su raye no eran las fuentes secundarias o lecturas que pudieran hacerse de ellas sino de las fuentes primarias. En cambio cuando el Monje Zen Rebentado hiba en busca de una puta medieval siempre preferia a una de segunda mano como En pos del milenio: revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media de Norman Cohn que lo volvía loco pero era incapaz de gozar con los textos originales de la época que el autor habia leido para producir esa obra.
Ok.
Intercambiaron un breve dialogo luego del intercambio mercantil y se dirigieron a la puerta. Una vez ahí, siguieron charlando de dónde este cliente podía llegar a encontrar el material que andaba buscando y que era difícil de hallar frente a la mirada de los vecinos del prostibulo que lo miraban mal al Monje Zen Rebentado por recibir en el edificio a clientes que ellos siempre esperaban que fuera un delicuente que les robarian a todos los del edificio los dolares que escondian bajo la cama y se cogerian a sus mujeres  y matarian a sus hijos.
En fin.
Les digo queridos vecinos que cuidado con lo que uno desea porque puede cumplirse si uno lo desea con mucha insistencia.
Bien.
Ahí, justo ahí, en la puerta, el cliente le dijo al Monje Zen Rebentado que era loca su vida. Que paso de manejar aviones de guerra con misiles y ametralladoras a se un amante de la lectura.
El Monje Zen lo miro y le dijo estas palabras no exentas de un humor franco:
¿Acaso Ernst Jünger no era militar y un gran lector? (3)
Sí, le respondio el cliente al Monje Zen, pero a uno le faltan tantas lecturas, le falta leer tanto.
A lo cual el Monje Zen Rebentado le dijo:
No es una cuestion de cantidad sino de intensidad. Una persona herudita que destina su vida entera a la lectura ¿cuántos libros puede leer a lo largo de una vida y pongamos por caso Lewis Mumford, Freud u Horacio González? Ponele que lean 2 libros por semana y que empiezen a leer desde el día que nacieron hasta su muerte y que vivan 100 años, ¿esa cuenta cuanto te da?: te da mas o menos entre 9.000 y 10.000 libros leidos en una vida. ¿Y qué son 10.000 libros leidos frente a la biblioteca de Babel y todas las restantes bibliotecas de la historia hasta hoy? Apenas unos granitos de arena en el desierto. Nada tiene que ver la cantidad con la intensidad de la lectura.
Y acá el Monje Zen agarro la moto resacoso como estaba y apreto el acelerador:
Mira, loco, en Heidegger en el 36 que venía de estar inchado las pelotas con todas las boludeces de los Nazis y de los enemigos de los nazis y se puso a leer a Nietzsche, pero no de forma pelotuda, sino que lo subio a un ring de boxeo para medirse de igual a igual a ver quien de los dos la tenia mas grande y estuvieron piña va, piña viene durante varios años sacudiendose sin asco y la puta madre que los pario, cuando uno ve eso conmueve, te emociona y eso nada tiene que ver con la cantidad de lecturas hechas, que por otra parte Heidegger era un gran lector , pero eso es anegdotico porque boludos lectores esta lleno pero mirarlo a Nietzsche a los ojos y decirle: puto te voy a cagar a piñas o vos a mi, pero aca y ahora vamos a resolver nuestras cuentas y hasta que uno de los dos no muerda la lona no se baja ningun. Uy, loco, eso es sobervio y la contabilidad nada tiene que ver con esa intensidad.
Y en este punto al Monje Zen Reventado se le hizo un nudo en la garganta y se le empañaron los ojos de emoción.
Su cliente se lo quedó mirando mudo, con los ojos muy abiertos a lo cual el Monje Zen Reventado no supo como leer pero sospechaba que éste estaba pensando que él era un quemado pelotudo.
Entonces el Monje Zen Reventado le extendio la mano a su cliente para despedirlo.
Y éste la rechazo.
Y remplazo el saludo de manos por un beso en la mejilla del Monje Zen.
Y ese atardecer, el Monje Zen, satisfecho consigo mismo y su trabajo en el prostibulo, cerro para irse  antes a las fiestas del 15C donde unos amigos lo estaban iniciando en el arte de la musica electronica y como mover el esqueleto con unos sonidos que aun le resultaban extraños para su alma.
NOTAS
(1) Este relato fue escrito sin nicotina, producto de la desesperación que da a un fumador compulsivo no tener plata para ir al kiosco a comprar puchos. Es el famoso mono del que hablaba Miles Davis cuando no tenes plata o no logras pegar un poco de heroína para darte un pico y volar a las estrellas. Es el mismo mono que padecio Juan Carlos Onetti una noche en Buenos Aires a finales de los años 30 cuando entonces los fines de semana estaba prohibido vender cigarrillos y Onetti que era un fumador compulsivo como yo – ademas de ser un terrible borracho y drogón que se encerraba durante días con damajuanas de vino y pastillas de benzedrina a escribir – en su desesperación de no tener un puto cigarrillo escribio de un tirón su novela El pozo.
(2) Borges anota debajo del título este cuento estas palabras sorprendentes: “Madre dice que si sigo perdiendo el tiempo traduciendo a este chino boludo en lugar de salir a buscar un laburo me va a dar una patada en el culo y me va a hechar de casa por vago y inútil. Además, quizá, a Madre le moleste que yo con casi cuarenta años solo pueda escribir cuentitos en revistuchas under y no sea capaz de formar una familia y darle un nieto y que cada dos por tres me tenga que ir a sacar de la comisaria por bardearla reloco por la calle. Y sí, Madre tiene razón, pobre, le salio un hijo negro cabeza peronista.
(3) Sí no sabes quién mierda es esta puta carisima a mi corazón te la resumo en pocas palabras: Ernst Jünger fue militar,  que participo en La Primera y Segunda Guerras Mundiales y de pendejo se escapo de su casa para ir a la Legión Extranjera y fue una de las plumas mas elegantes he inteligentes del siglo XX.
Columnas anteriores de Confesiones de un librero de mierda entrado en este Link:
zzz—Confesiones de un librero de mierda—zzz

 

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